Una vez
me desperté. Solo. Yacía acostado en una cama dura, tremendamente áspera. Un
reguero de saliva seca subía por mis labios hasta alcanzar la mejilla derecha.
Las sábanas, heladas cual muro de hielo y roca, se cercioraban de que mi cuerpo
no adoptara ninguna posición extraña. Del pijama, no sabría decir.
Una vez
me desperté. Solo, y no recordaba nada del día anterior, ni de su antecesor, ni
de la hilera de días, enfrascados y superpuestos, que me constituían como ser.
Las legañas aprisionaban mis ojos, los mordían con su afilada sal, los
descuidaban.
Una vez
me desperté solo, y no, no me gustó lo que me pareció ver. Unas paredes
dolorosamente amarillas se cernían sobre mí, sobre mi cama, sobre el mismo
habitáculo en sí. Intenté llorar, pero en lugar de lágrimas, recibí una lanzada
en el estómago.
Empero
aquella vez, no me desperté solo, de nuevo. Por lo menos, no solo del todo. Dos
policías de buen ver, rostros ennegrecidos por el humo, acechaban en la sombra.
Estos solo se distinguían mínimamente, entre calada y calada. Mi cuerpo,
recubierto de harapos, recorrido por saliva y legañas, entorpecido, entumecido,
cansado de despertarse tan solo. Mi voz, accionada por un debilísimo impulso de
aire, espetó:
-¿Qué
es lo que he hecho?
Solo el
silencio tuvo agallas para contestar. Mi mente, encriptada, corrompida por sus
propios pensamientos; mi psique, atormentada, consiguió hilvanar unos lánguidos
y perecederos destellos de lucidez. Ya no era yo, ni la habitación era ella, ni
la oscuridad, ni mi cuerpo, ni mi estado, estaba dejando de ser lo que una vez
vacilé ser. Mi sueño se desmoronaba. Uno de los policías, que junto a su
compañero, admiraban sin espetar palabra aquel, podríamos decir, rito
iniciático, pegó una tremenda calada a su cigarro, carraspeó, se acercó a mí y
me susurró con una voz de tenor impecable, una voz hermosa e inenarrable:
-Es
hora de morir, chico.
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