Un largo pasillo se encontraba
frente a él. Al fondo, una puerta de color verde. Sus pasos retumbaban en el
vacío y se proyectaban entre las paredes. A medida que se iba acercando a la
puerta, J se sentía más pesado, como si de algún modo sus huesos se estuvieran
ensanchando en su interior. Finalmente, estaba delante de la puerta al no sé dónde.
Puso la mano en el pomo y lo hizo girar –clic-.
J despertó en su sofá. Tenía el
teléfono sobre su pecho y yacía con una pierna tocando el suelo. Rápidamente le
vino a la cabeza lo ocurrido. Esa llamada de su padre, pero más concretamente “eso”
que le había dicho. Tras un profundo suspiro, se levantó, y con más torpeza que
habilidad, logró ponerse los zapatos. Fue a la cocina y agarró lo primero que
vio para echarse a la boca, un plátano demasiado maduro que se derritió entre
sus dientes. Necesito salir –pensó-.
Se miró el reloj, eran las nueve
de la noche, y parecía que el frío aguardaba en el exterior. Sin más dilación,
se puso la chaqueta y bajó a la calle por las escaleras. No tenía ganas de otro
encuentro indeseado. Pronto se transformó en una silueta entre la luz
artificial de la calle, la cual estaba casi desierta. No sabía dónde ir,
simplemente andaba en dirección opuesta a su casa. Así pues, se dirigió hacia
la playa, que tenía a unos veinte minutos a pie. A medida que bajaba la calle,
J se acordó que al día siguiente no tenía que ir a trabajar, le habían dado
fiesta. Menos mal, no tenía ganas de volver a ese antro –se dijo-. Siendo
viernes, y ya andando por una calle bastante más transitada, pudo comprobar
como varios grupos de gente se dirigían a cenar o a pasar la noche juntos, de
fiesta. Él, por el contrario, no tenía pensado nada más que perderse por la
oscura noche, solo.
De pronto, y cuando ya estaba
cerca de la playa, fijó su mirada en un muro al cual jamás había prestado atención.
Pudo leer: “Toda convicción es una cárcel”. Qué jodida verdad –pensó-. Al
cruzar la calle, vio a un hombre mayor sentado en un banco, que lo miraba sin
parar, girando su cuello a medida que J pasaba por delante. J se giró, y pudo
comprobar cómo el hombre seguía observándolo. Tenía una espesa barba blanca y
unas gafas redondas, le daban un aire ciertamente intelectual. Qué te pasa
chaval –le dijo a J-. ¿Por qué me miras? ¿Acaso me conoces? –respondió-. No,
pero que pasa, ¿ya no puedo mirar a quién me salga de las narices o que, puto
niñato? J no se esperaba una respuesta así, y prefirió no responder. Se giró y
prosiguió su marcha.
Siguió dándole vueltas a su
encuentro con el hombre mayor ¿de qué iba ese maldito viejo? ¿Cree que por
sacarme 60 años tiene derecho a hablarme así? Fue entonces que se arrepintió de
no haberle contestado, pero ya era tarde, no tenía sentido volver y decírselo.
Pocos minutos después ya estaba en el paseo marítimo. Las olas se escuchaban a
lo lejos y empezó a soplar una leve brisa que J agradeció. Empezó a andar
mientras pensaba en lo que le habían dicho por teléfono un rato antes, no podía
ser cierto. Con cada metro que avanzaba parecía que “eso” se alejaba más de él,
como si de algún modo pudiera dejar atrás lo metafísico, lo impalpable. Miró su
teléfono, tenía una llamada perdida de Marta. Lo volvió a guardar en el bolsillo.
J empezó a sentir la fatiga, pues
hacía tiempo que no hacía ejercicio. Lo mismo parecía ocurrir con el ladrón,
que redujo el ritmo. De pronto, éste se giró para comprobar que nadie lo
seguía, y al ver a J acercarse a toda velocidad le dijo: Oye, tu quién coño
eres. Alguien que te está persiguiendo, ¿o es que no lo ves? ¿Ese bolso no es
tuyo no? –respondió-. Mejor no te acerques si no quieres tener problemas, vete
a tu puta casa –respondió el ladrón-. Esa mujer está forrada no le vendrá de
aquí, o no has visto las pintas que llevaba. Una maldita guiri que se pasea por
aquí con aires de suficiencia, que se joda. J, ya más calmado, pudo observar
más detenidamente al ladrón. Era un tipo de su altura, rubio y de ojos verdes.
A decir verdad, no parecía un ladrón callejero como los que le solían venir a
la mente. Es cierto, J también tiene prejuicios, todos los tenemos.
¿Te vas a quedar ahí eternamente
o te vas a largar? –dijo el ladrón-. Mira tío –le respondió- en verdad me
importa una mierda que te hayas llevado el bolso de esa mujer, solo quería un
poco de diversión. Ya me voy. Tras decir esto, el ladrón se metió en una calle
y desapareció del rango de visión de J. No lo volvería a ver más, ¿o quizá sí?
J volvió tras sus pasos y decidió cambiar de ruta, no tenía ganas de encontrarse
con la guiri de nuevo. Poco tiempo después, J se había perdido por las calles,
esa zona no la conocía demasiado y todo le parecía nuevo. Los edificios eran
viejos y grises, y había pocas luces abiertas dentro de las casas. Volvió a
mirar el reloj, eran casi las once de la noche.
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