J se despertó sobresaltado. Miró alrededor y no vio más que una fina
línea de luz proveniente de su ventana entrecerrada. Apesadumbrado, y tras
estirar sus músculos, se levantó y fue al baño. Mientras meaba, pensaba en lo
que estaba por venir, y no le motivaba demasiado. Joder –pensó- ojalá pudiera
enviarlo todo a la mierda. Después de asearse rápidamente, desayunó unos cereales mientras
escuchaba la radio. En ese momento, empezó a sonar “Alive”, de Pearl Jam. Se
vislumbró una leve sonrisa cuando sonaba el estribillo, ya me gustaría sentirme
vivo –se dijo a sí mismo-. Tras dejar el bol en la cocina, se vistió y salió
por la puerta.
Si algo le apetecía poco era encontrarse con alguien en el ascensor, y
para colmo, así fue. Buenos días, le dijo la vecina. J odiaba profundamente a
esa mujer -Carla-, una jodida cuarentona que no aceptaba el paso de los años y
que vestía como una universitaria. Hola -respondió tajante-. No tenía ganas de
hablar con nadie de gilipolleces puramente protocolarias destinadas a romper un
hielo que a ojos de J debía mantenerse inquebrantable. Mas a su pesar, Carla le
dijo: ¿cómo pinta el día? ¿vas a trabajar? Todo bien, respondió. Al abrirse la
puerta, J salió primero y se dirigió a la entrada del bloque. Salió sin decir
nada, dejando a Carla con un ademán de despedida que no encontró receptor.
J no pasaba por sus mejores días, había discutido con su pareja y el
trabajo ya no le motivaba, se había tornado monótono y vacuo. Subiendo
la calle que lo llevaba al metro, se cruzó con varias personas. Una pareja de
adolescentes que vestían como si se hubiesen criado en los putos suburbios de
Detroit, pero que lo más malo que habrían hecho era saltarse un par de clases.
Se cruzó asimismo con un vagabundo que se había apropiado de un banco y que
llevaba en su mano una cerveza. Joder, cómo me apetece una cerveza –se dijo-.
Ya en el vagón, el silencio imperaba. Todo el mundo estaba con cara de póker,
algunos y algunas se miraban en el espejo retocándose el pelo o mirándose de
perfil cual modelo. Le resultaba patético.
Los que leían libros parecían sentirse superiores al resto, como si
leer les volviera eruditos. No dudaban en mirar de reojo a cada rato a su
alrededor como si buscaran un reconocimiento por parte de los demás, o para
mostrar que si no se levantaban para ceder el sitio era por cuestiones justificadas.
A dos estaciones de su destino, subió al metro un hombre de tez morena, el cual
empezó a recitar un discurso pidiendo algún tipo de ayuda. La gente bajó la
mirada o consultaba su teléfono, haciendo caso omiso a éste. J, por el
contrario, mantuvo su mirada fija en él, y escucho sus palabras con atención.
Tras estas, el hombre –que rondaría los cincuenta años- procedió a desplazarse
por el vagón pidiendo algunas monedas, encontrando como respuesta movimientos
horizontales con la cabeza con los labios entrecerrados o un “no, lo siento”.
Solo un chico joven que portaba una carpeta universitaria le ofreció una moneda.
El precio de su buena conciencia había sido liquidado.
Bajó del vagón y se unió a la marabunta en las escaleras mecánicas. El
civismo parecía haber cumplido su cometido, pues nadie se encontraba quieto en
el lado izquierdo. Al pisar la acera, miró a su derecha y el hombre del semáforo
vestía de verde, por lo que cruzó la calle. En ese momento pensó en el porqué
del color verde y el rojo para distinguir entre lo permitido y lo que no. El
rojo –se dijo- resultaba hartamente paradójico, y es que, si bien es sinónimo
de prohibido o peligroso, al mismo tiempo es el color de la pasión, del amor y
de la misma sangre, de aquello que a
priori nos une a los nuestros. Desechó este pensamiento inútil y subió la
calle que lo llevaba a su trabajo.
J trabajaba en una cadena de comida rápida, sirviendo bocadillos y
limpiando la mierda que los clientes dejaban en las mesas y el suelo. Esto lo
compaginaba con las clases de la universidad, la cual no pisaba
hacía algún tiempo. Cuando entró al establecimiento, su compañera Marta lo
saludó. Hola J, ¿cómo va? Bien, voy a cambiarme y ahora bajo. A pesar de esta
cortante respuesta, J se sentía atraído por su compañera. A su parecer estaba
buenísima y más de una vez había pensado en ella en sus momentos de placer íntimo.
Mientras se cambiaba, vio una cucaracha que se escondía bajo las taquillas, era
enorme y movía sus antenas con rapidez, en busca de un lugar en el que
cobijarse y seguir reproduciéndose. A fin de cuentas, ¿qué nos distingue de
ellas? ¿No vivimos entre mierda y la reproducción es nuestra finalidad última?
Una vez se puso su atuendo de trabajo -un polo naranja, un pantalón
negro y una gorra que le producía picores en la frente- bajó al piso inferior,
donde se desarrollaban sus funciones. Nada más ponerse tras la barra, puso su
código en la pantalla y ya estaba listo para atender a los capullos que querían
comer en ese lugar inmundo. Poco tardó en entrar una pareja. El chico era negro
y vestía estilo swagger, una moda que te hace parecer más ridículo de lo que todavía eres. Su acompañante
era una chica rubia, guapa de cara, un poco más alta que el chico y con un
sugerente escote que J repasó rápidamente. Joder con el negro –pensó-, con esa
cara de gilipollas y qué suerte tiene el cabrón.
Una vez los había atendido, les devolvió el cambio y se sentaron en
una mesa próxima a la barra donde se encontraba J. Escuchó con disimulo su
conversación, la cual era propia de adolescentes. El tío hablaba como vestía, era
lamentable. La chica, por el contrario, no hacía más que escuchar y reírle las
gracias. En ese momento, la chica miró a la barra y cruzó la mirada con J, que
se quedó pasmado. Rápidamente disimuló e hizo como si apuntara algo en la
pantalla, bajo la atenta mirada de ella, que seguía observándolo. De repente,
escuchó la voz de Marta tras él. ¿Qué haces? –le preguntó-. Nada, había
apuntado un pedido sin querer y lo estaba anulando –respondió J-. Tras esto
volvió a mirar a la chica, que ahora seguía charlando con el negro. ¿De verdad
le había estado observando o eran imaginaciones suyas?
La tarde transcurrió como siempre, multitud de personas pasó por el
local y se hinchó a comer bocadillos hechos con el más profundo hastío y desamor.
Y por no hablar de las bebidas, cuyos recipientes se encontraban en territorio
comanche, rodeados de suciedad e insectos, protegidas tras una leve capa de plástico.
Cuando llegó la hora de salir, eran las cinco de la tarde. Mientras subía las
escaleras que le llevaban al “vestuario”, escuchó tras él la voz de Marta. Oye
J, te noto raro, ¿te pasa algo? J dudó qué responder. Ciertamente, Marta le
gustaba, pero su ruptura con la pareja anterior era demasiado reciente. No me
pasa nada, tranquila –y esbozó una leve sonrisa-. ¿Quieres que vayamos a tomar
algo esta noche? –le preguntó Marta-. Había estado esperando esa pregunta mucho
tiempo, pero sus restricciones morales se habían adueñado de él. No puedo,
tengo cosas que hacer de la universidad –dijo-. Era mentira, no tenía nada
mejor que hacer que mirar la televisión o leer algún libro. Ese día, como de costumbre,
no iría a clase.
Cuando llegó a casa, tiró la mochila al suelo y fue directo al baño. Se
sentó en la taza y se puso algo de música para amenizar el momento. Sus estancias en el baño solían alargarse en demasía, y es que era uno de los pocos momentos en los que
J parecía abstraerse de lo que le rodeaba. Pasados veinte minutos, se estiró en
el sofá y apagó las luces del salón. Su móvil empezó a vibrar, era su padre.
¿Hola?, respondió. Hola J –la voz de su padre parecía algo alterada- ¿dónde estás?
En casa, he llegado hace poco de trabajar. ¿No tienes clase? No, hoy no tenía –mintió-.
Verás –siguió su padre- ha ocurrido algo. Las palabras que siguieron dejaron a
J helado.
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