sábado, 25 de marzo de 2017

Siento



Me siento solo. Pero es una soledad que acompaña, que tiende la mano al inocuo tiempo. Mis pisadas no producen el menor ruido, mi cuerpo inerte se desplaza con libertad al compás del azaroso viento. Pronuncio palabras carentes de toda lógica, y es que esta locura resulta indescriptible, ininteligible a oídos del otro. Cuando me hallo solo, encerrado en los muros de mi morada, me pregunto cómo he llegado a este punto de no retorno, a un lugar fundado en la apatía y el desasosiego. Estas palabras brotan de la pesadumbre de experiencias que finalizan, de sentimientos que afloran y se entierran en la memoria, a la cual podré recurrir en momentos de plenitud para recordar cuán miserable y mendaz puede llegar a ser la propia vida.


El silencio se ha vuelto conspicuo, ¿por qué hablar cuando es mejor callar?, la palabra vacía la carga el diablo, o quien quiera que encuentre en la tristeza su más jocoso pasatiempo. Mi pensamiento es un yermo páramo que debe ser colonizado, del que debe desaparecer la inanición y la sed, un lugar en el que se vislumbre la esperanza. Así pues, cerraré los ojos en esta desolada cama y esperaré a que la desidia me despierte cuando todo haya pasado. 

jueves, 23 de marzo de 2017

La muerte y el olvido


Resultat d'imatges de muerte


Hoy quería hablarte de la muerte, tanto entendida para mí, como la ausencia de la vida.
Toda voluntad, iniciativa o decisión desaparece; que intrascendente parece, cuando el infinito e imparable tiempo engulle los recuerdos y todo el recorrido de cualquier ser… ¿Cualquier ser?
No exactamente. La fama y popularidad de grandes hombres ha permitido que sus nombres perduren en los anales de la historia, ya sea, gracias al ejercicio de las obscenas artimañas cargadas del más puro egoísmo o a través de la defensa de los más nobles ideales, los cuales, han conllevado el calor y admiración de miles de otros seres.

No obstante, para el simple ser mundano, la muerte no resulta tan reconfortante en el constante devenir de los tiempos; cómo máximo podrá ver albergada la esperanza de ser recordado por sus seres más afines durante el tiempo limitado de sus existencias.

La duda que ahonda mi mente, es la simple cuestión, de si se mantiene de alguna manera vivo perdurando el recuerdo. El recuerdo de un ser difunto, resulta particular y subjetivo, cuyo alcance nunca puede ser siempre positivo, si es que realmente mantenemos el cuórum a la valorización de positividad.
Quizás el diáfano amor y afecto de un padre hacia su hijo podrán ser manchados y traicionados, por ejemplo, al derrochar los sacrificios hechos por el padre, como bien podría ser cuando una herencia es despilfarrada por el hijo.
Así cómo, el pensamiento egoísta de la adquisición de galones para llegar a ser el macho alfa real por parte del hijo en la composición familiar o de parentesco.

La muerte de un ser querido, la cual, será lamentada y tomada en cuenta a través de un funeral, con un simbolismo, que personalmente encuentro tétrico y pervertido, el cual, junta su dantesca significación a través de lágrimas de cocodrilo que serán prontamente olvidadas y desaparecidas igual que el recuerdo del propio individuo fallecido, a las que las lágrimas y afecto iban dirigidas.

Olvido personificado en el continuo peso abstracto, cargado en los hombros a causa del insufrible destino de los individuos, que más se quiere conseguir, al intentar mantener el recuerdo de una persona difunta, si la ardua tarea de resistir el azaroso devenir ya resulta, por ella misma, insoportable para muchos.

Mañanas



Las mañanas transcurren sin decir nada, se concatenan sin previo aviso,
marcan mi devenir, mas no ejerzo control sobre ellas,
abro los ojos y miro al techo, el blanco penetra en la mirada.
Debo levantarme, me digo
pero ¿para qué hacerlo si la rutina es mi destino?
las sábanas atrapan mi alma, se halla encadenada
y las llaves se las llevó la desidia tiempo ha.
Sueños nublan mi mente en noches mudas
no extraño a nadie pues todo me resulta lejano y asimismo extraño.
El vacío que siento a mi lado con nada se llena,
y es que el hueco en mi cama complementa mi yo,
acompañado de un silencio que se torna ruidoso
y que me sigue allá donde me desplazo.
!No! !jamás me levantaré de este colchón desgastado,
pues es lo más longevo que la vida me ha dado!


Dedicado a J.G Paranoid Android

martes, 21 de marzo de 2017

Extraño en Ciutadella



Hace días, ya hace un par de días desde que saliera de casa por última vez. No sé si me mantiene cauto, el azar del hechizo que capté, de la mirada que no vi reflejada.

Andaba, no solo, con intención de repostarme sobre la hierba, justo después de haberme deslizado por entre unos jardines, que, sino mágicos, sí que estaban cubiertos por ese aroma a salitre, breve y suave brisa de primavera que se empaña entre muchas muchedumbres ociosas, distraídas; como felices. Con un chasquido bastó, estaba allí sentado, ausente y acompañado. Un poco latente mi mirada, pero despierto.

“Colles” de hombres y mujeres preferiblemente jóvenes, andaban ocupados, con juegos y bebidas, sobre manteles repletos. Y el aroma a césped, me transportaba a una suerte de sensaciones nostálgicas, absurdas.

Ya era casi de noche cuando, poco a poco, fueron vaciándose los lechos de verde. Las gentes fueron retirándose. El sol arrastró su calor hasta que se ocultó, rápidamente. Anduvimos de vuelta conversando, debatiendo, perpetrando. Fue entonces cuando, capté algo entre las gentes que aún quedaban sentadas y esparcidas por el inmenso parque.

Vi reflejado en mis retinas, el rostro de un hombre que no tenía rostro. Sus gafas de sol ocultaban el parecer de la mirada de un viandante, un anónimo, un ser maltratado brusca y brutalmente. Y  ocurre que, estos lentes, no descansaban sobre ninguna nariz. Tremenda conmoción y sacudida, cuando encuadré del todo la escena, mientras escuchaba a algunos centímetros, los gritos, sonoros e implacables de aquella alma. El corazón se me puso de piedra, y aún todavía noto el pálpito acompasado de mi pulso, que galopa al recordarlo; y es por eso que, estaría mintiendo si dijera que tengo algo más que decir.

Pero lo cierto es que no puedo extraer de mi encaje vital, ciertos chispazos de intelecto.

Oda a la vida





       
-¿Me podrías decir que es vivir Skept? ¿Es para ti lo mismo que sobrevivir?

+Yo veo claras diferencias entre estos dos términos, Pirrón.
Creo que vivir es tomar parte y sentirte protagonista de tu propia persona... En cambio, sobrevivir es dejarse llevar, ser apático y no tener ningún tipo de iniciativa. Sobrevivir, en fin, es ver pasar las oportunidades revestidas de estímulos y mostrarse del todo impasible.
Es tan fácil Pirrón, cómo el esclavo que se muestra indefinidamente impávido, hasta no recibir las órdenes de su amo.
¡Él no vive, sino que sobrevive a costa de lo que le manda su amo! Así nos mostramos gran parte de la humanidad, Pirrón

-Tienes razón Skept ¿Por qué hasta dónde queremos llegar? ¿Hacia dónde se dirige nuestro rumbo?
Si seguimos por este trayecto, quizás, podremos eludir y librarnos de peso fatigoso e incómodo, pero no dejaremos de ser un mero complemento de nuestra propia historia.

+Puede ser que consigamos rehuir todo tipo de obstáculos, que logremos alzarnos sobre ellos.¿Pero, verazmente, seremos nosotros, esa persona que lo habrá conseguido?
La hazaña no será legítimamente nuestra, y lo sabemos bien.
Así que Pirrón, se tu mismo, nadie puede pararnos, disfrutar por encima de todo, y sobre todo no escondamos la noble reacción a todo tipo de estímulos que se nos presenten.

¡Que las falsas creencias y falaces autoridades no sean una rémora en nuestras elecciones y nuestro comportamiento!
No será asequible ni evidente en su inicio, sin embargo, ¡No cesemos en el intento, porque la única frontera nos la ponemos nosotros mismos!




lunes, 20 de marzo de 2017

Capítulo 4: la huida



Los cinco se levantaron de su asiento. J no sabía qué hacer exactamente, ya que apenas acababa de conocer a esas personas. ¿Dónde vamos? –preguntó-. Vamos a seis calles de aquí, tranquilo, será rápido –respondió G-. ¿Cuántas botellas tenemos, A? –preguntó R-. Mmmm, si no he contado mal disponemos de unas seis. Más que suficiente.

Por cierto –dijo F mirando a J-, no sé si te lo ha dicho R pero siempre que actuamos usamos una máscara. Seguidamente, se puso una máscara que sacó de su bolsillo, era de un lobo. Así es –dijo G poniéndose otra máscara, ésta de un gato-. ¿Y de dónde saco yo una? Mira, justo ahí tenemos un par que pertenecían a unos antiguos miembros –dijo A señalando un pequeño armario-. ¿Qué es eso de antiguos miembros?, ¿Qué les pasó? –preguntó J, angustiado-. R se giró y lo miró con expresión seria. Los demás bajaron la mirada y soltaron un leve suspiro. Tuvieron la fortuna, o tal vez la desgracia, de caer en manos de la mente colectiva. Ya no están entre nosotros, su mundo onírico ha sido invadido por “ellos”. No supieron darse cuenta de cuán vigilados estaban fuera de aquí, y eso es algo fatal…

Vaya –pensó J-, parece que es algo serio. ¿A qué te refieres con “ellos”? –preguntó-. R se puso muy serio y dijo: A la mente colectiva, al orden existencial, a la monotonía recalcitrante. Siempre están vigilando a aquellos que sospechan que disponen de una mente crítica, y que pueda provocar un cisma en la masa adormecida. Es por eso que debemos actuar rápido y con cautela, y no ayudarnos en caso de peligro. Si cae uno, caemos todos.

J se acercó lentamente al armario y lo abrió. Pudo distinguir un par de máscaras entre unas prendas de ropa viejas. Una parecía ser de un conejo, y tenía un agujero en el moflete. La segunda era de un payaso, cuyas comisuras de los labios alcanzaban casi los ojos. Además, tenía una especie de cabellera negra alrededor de la frente, lo que le añadía un aspecto intimidatorio, y eso le gustó. Me quedo con esta –se dijo-. Una vez todos hubieron ocultado su rostro con la máscara correspondiente (lobo, gato, mono, zombi y payaso –F,G,A,R y J respectivamente-, repartieron los cócteles molotov en dos mochilas, siendo los porteadores de las mismas A y G. Estamos listos – dijo R-. Acordaos, y norma básica. Cuando crucemos la puerta actuamos juntos pero no, y repito, no, acudimos en la ayuda del otro si está en peligro. De ello depende nuestra existencia. Entendido –repitieron los demás-.La puerta se cerró tras ellos, y el callejón parecía más oscuro que cuando J lo había visitado por primera vez. Empezaron a andar.

¿Qué vamos a hacer con estos cócteles? –dijo J-. Verás J –dijo G-, trabajo en una escuela como profesor, y hay dos cabrones que no paran de joderme. El director y el jefe de estudios. Me hacen la vida imposible y no dudan en recurrir a la humillación pública. Se aprovechan de su posición para cuestionar todo lo que propongo, incluso delante de los niños y niñas han soltado frases que me han dejado en evidencia. Así que hoy les pienso joder. Los demás se han ofrecido a ayudarme, y veo que tú también a pesar de no saber a qué se debía todo esto. Eso me gusta.

Por cierto, ¿qué edad tienes J? –preguntó F-. Tengo 27 años –respondió-. ¿Y vosotros? Yo 21 –dijo R-, yo 23 –dijo G-, yo 22 –dijo A-, y yo 20 –dijo F-. Vaya, parece que soy el mayor –pensó J-. Dejemos la edad para otro momento –interrumpió R-, ahora tenemos que centrarnos en quemar los coches de esos hijos de puta. G, ¿sabes cuales son no? –preguntó-. Si, los tengo controlados, cada día en la escuela les veo aparcar. Perfecto –dijo R-. Bajaron cuatro calles más. Pasaba la medianoche y apenas había gente por esa zona. Los que se cruzaron con ellos los miraron con temor, pero no se olía el peligro.

Mirad, ahí está el primero –dijo señalando un Mercedes de color plateado-. Buen coche, le irá bien un poco de marcha –dijo F riendo-. A apoyó la mochila en el suelo y sacó un cóctel molotov. G hizo lo mismo. Lo lanzamos y corremos en esa dirección. Ahí se encuentra el otro coche, pasadas tres calles. Hay que hacerlo antes de que venga la policía con sus detectores. ¿Detectores? –dijo J-. Joder tío, ¿tú no sabes nada no? ¿Dónde narices vivías hasta ahora? –inquirió A-. La policía tiene detectores de antisocialidad, es decir, detecta a aquellos que van en contra de las normas, aquellos cuyo pensamiento dista del orden social imperante. Lo que no saben esos mamones es que su orden social no es más que el orden de los borregos, del ensimismamiento indirecto e incesante. Joder –dijo J- nunca lo había percibido así. ¡Exactamente! –gritó R- eso es precisamente lo que pretenden, que no seas consciente de tu situación. Puedes darle gracias a tu subconsciente, que te trajo aquí con nosotros. Chicos –interrumpió F- hay que hacerlo ya. J estaba realmente nervioso. En ese momento, G y A lanzaron su cóctel contra el coche, y éste empezó a arder, hasta que a los pocos segundos explotó. El sonido y el cálido ambiente proveniente del fulgor de las llamas causaron un tremendo estupor en él, se sentía de algún modo liberado.

¡Vamos! –gritó G- corramos hacia el siguiente objetivo, ¡hay que ser rápidos! Los cinco corrieron las calles que los llevaban hasta su siguiente objetivo sin mirar atrás. Tuvieron suerte de no cruzarse con nadie. Cuando estaban en su destino, R tocó el hombro a J. El siguiente lo vas a lanzar tú. J, nervioso, miro a la persona con máscara de zombi que tenía frente a él y asintió. Mirad, el del jefe de estudios es ese –dijo G-. Vaya mierda de coche, aún le haremos un favor.G sacó un cóctel y se lo ofreció a J. Éste lo agarró. Notó el frío y el peso del cristal, pero le motivaba la idea de lanzarlo. El segundo cóctel lo tenía F. Vamos, ¡prendedlo! –dijo A. F sacó un mechero y prendió ambos. Seguidamente los lanzaron en dirección al coche.

El instante en que las botellas fluían por el aire pareció transcurrir a cámara lenta para J. Las llamas zigzagueando al son de las leyes de la física, le parecieron un tremebundo espectáculo.  El sonido de la explosión lo despertó de su placer hipnótico. ¡Toma! –grito F. de repente, se escuchó el sonido de unas sirenas. Era la policía.

¡Dispersaos! –gritó R-, ¡quitaos la máscara y metedla en el bolsillo o donde os de la jodida gana! Los cinco parecieron repelerse, y es que corrieron en direcciones opuestas, metiéndose entre los callejones que veían a su paso. J avanzó dos calles y se resguardó en un callejón estrecho, que al parecer no tenía salida. De pronto, las sirenas parecieron acercarse a gran velocidad hacia donde se encontraba él. Al parecer, iba a ser el primero en caer.

domingo, 19 de marzo de 2017

Capítulo 3: la reunión



En el sueño que había tenido horas antes aparecía un escenario similar al que se encontraba en esos instantes, lo cual le produjo un escalofrío. Cuando estuvo delante de la puerta, pudo notar que era vieja y que había sido pintada recientemente. Seguidamente, agarró el pomo con denuedo. La mano le temblaba, sudorosa, y decidió girar la muñeca para ser testigo de lo  que se encontraba tras esa frontera de madera.

No pasó nada.

La puerta estaba cerrada, y por mucha fuerza que hiciera J, no iba a abrirse. De pronto, escuchó un ruido a sus espaldas. Se giró abruptamente y no vio nada. No obstante, notaba que algo o alguien lo observaba. Se volvió hacia la puerta y siguió intentando abrirla, empero, sus esfuerzos quedaron en nada. Volvió a escuchar un sonido tras él, en este caso le parecieron pisadas. ¡Eh, tú! –le gritaron-. ¿Qué haces ahí? J no sabía de donde provenían las voces, pero no había lugar a equivocaciones, las palabras iban dirigidas a él.

He visto el callejón y la puerta, y he querido ver qué había –respondió-, ¿dónde estás? De pronto, una figura apareció al fondo del callejón, y empezó a acercarse lentamente. J pudo observar que era una persona joven, de facciones duras. ¿Quién eres? –dijo-. Ciertamente, J estaba un tanto asustado, pues se encontraba en un lugar desconocido y acorralado en un callejón sin salida. La persona se paró a un par de metros de J. ¿Has soñado con este lugar, no? –preguntó el joven-. Si, ¿cómo lo sabes? –respondió J-. Solo aquellos que han soñado con este lugar, pueden transitarlo, podríamos decir que es un lugar “restringido”.

J no sabía qué pensar. Todo eso parecía absurdo. ¿Cómo un lugar que puedes tocar y ver va a ser solamente visible a unos pocos? No te creo –respondió-. Me llamo R, ¿cuál es tu nombre? –preguntó-. Yo soy J. Allí estaban, dos chicos en un callejón al parecer intransitable para aquellos que no lo habían concebido en su mundo onírico. R se acercó a la puerta verde, puso la mano en el pomo, y la abrió con facilidad. J no podía creérselo, lo había intentado unas diez veces sin éxito. Adelante, esta es tu casa –dijo R-. J avanzó con paso intranquilo, observando a su alrededor. R le cedió el paso, y cuando hubo pasado, entró tras él. Oscuridad.

No podía ver nada, pero respirar el aire de ese lugar le oprimía el pecho. Escuchó un "clic" y se abrieron unas tenues luces. J quedó asombrado. Estaba en una sala de unos 50 metros cuadrados, repleta de estanterías con libros. También había unas cuantas sillas y un par de mesas, con libros y ceniceros con colillas encima de ellas. A decir verdad, no era muy acogedor, pero tenía algo que lo reconfortaba. Distaba enormemente de su vida cotidiana, tan ordenada y monótona. La entropía espacial estaba delante suyo.

¿Qué es este lugar? –dijo J-. Más bien deberías preguntar, ¿qué no es este lugar? –respondió R-. Veras J, los que soñamos con este callejón tenemos algo en común, y es que vivimos vidas vacías. Necesitamos algo que nos haga sentirnos vivos, actuar como nos venga en gana y decir lo que realmente pensamos. El mundo de que somos partícipes no deja explotar el ser que llevamos dentro, nos impone una urdimbre de convencionalismos sustentados en una moral que nos reprime. Es por eso que la mente, en su momento de abstracción de esta mierda de realidad, nos facilita una vía de escape. Este lugar. No somos los únicos J, hay unos cuantos más como nosotros, y juntos daremos sentido a nuestra existencia, al precio que sea.

El discurso de R dejó anonadado a J. Realmente, no sabía qué decir. Todo parecía un sueño. Pero, ¿por qué yo? –se preguntó-. J, tu mente te conoce mejor de lo que crees, de hecho, somos básicamente mente. El elemento físico no es más que una excusa para desplazarnos por la materialidad. Es por eso que sabe cuándo necesitas llevar a cabo la catarsis. Pronto llegarán los otros –dijo R-. Ahora que había luz, pudo ver mejor a R. Era un chico delgado, de ojos azules y con una espesa barba. Vestía una sudadera desgastada por el tiempo y unos pantalones de chándal. Le sacaba un palmo de altura. J empezó a andar por la sala, observando con atención las estanterías y los libros que en ellas había. Había de todo, novelas, filosofía, historia, poesía…uno le llamó la atención. Se titulaba, “El hombre y la muerte”, de E. Morin. Te lo recomiendo –dijo R-. Lo sostuvo en sus manos unos instantes, y lo devolvió a su lugar.

¿Y quién falta por venir? –preguntó J-. Justo en ese momento llamaron a la puerta. Aquí están –dijo sonriendo R-, voy a abrir. Cuando abrió, tres figuras se adentraron en la sala. El primero de ellos, de pelo largo, ojos verdes y tez pálida. Llevaba una camisa verde. Detrás suyo, un chico más bajo, pelo corto y mirada perdida. Vestía una sudadera oscura con capucha. Por último, el más alto y corpulento de todos, un chico rubio con rasgos del este. Chicos –dijo R-, tenemos una nueva visita. Los tres se lo quedaron mirando, y lo saludaron con la mano. Hola –dijo J, un tanto nervioso-. Yo soy G –dijo el del pelo largo-. Yo A-dijo el rubio-. Y yo F –dijo el más bajo-. Veréis, he estado hablando con J y he intentado explicarle cómo es que estamos aquí, que nada es casual. Espero que podáis ayudarme. Mejor tomemos asiento. –apuntó R-.

Los cinco se sentaron en las sillas que había por allí desperdigadas, acercándolas a la mesa. Como sabéis, los que aquí nos hallamos tenemos algo en común, la vida no nos atrae y necesitamos un empujón. Además, también nos une otra cosa, la misantropía y la falta de lazos estables. Podríamos decir que somos antisociales, tal y como suelen decir los jodidos psicólogos. Todos esbozaron una leve sonrisa. Pero este empujón debemos dárnoslo entre nosotros –prosiguió R-, nadie lo hará sino. Debes saber –dijo G- que una vez entras aquí debes mantenerlo en secreto. Nadie puede saber de la existencia de este lugar, porque la mente colectiva podría introducirse y capturarnos. Así que ándate con cuidado, no te fíes de nadie. Así es –añadió F- en mi entorno, nadie sabe de este lugar. Debes actuar con cautela.

A ver si lo entiendo –dijo J- ¿es una especie de sociedad secreta? No –interrumpió R-, nada de sociedad. Somos individuos sin ningún tipo de lazo fuera de aquí, y dentro de aquí cada uno actúa como le viene en gana. Pensamiento y conducta libre, que te quede claro. Lo único que nos une es el sueño que nos ha trasladado hasta aquí. Si mueres o fracasas cuando no estamos juntos, no esperes que nadie de nosotros acuda en tu ayuda. De pronto, A puso una mochila encima de la mesa y sacó unas botellas, parecían cócteles molotov. Aquí los tenemos –dijo-.

Perfecto –añadió R-. G agarró uno de ellos y lo observo detenidamente. Se van a joder estos cabrones –dijo-. ¿Se puede saber qué es todo esto? –preguntó J-. G tiene asuntos pendientes con ciertas personas de su trabajo, y hemos decidido prestarle una ayudita. Espero que te apuntes. J se sentía contrariado, apenas conocía de nada a esas personas, pero la idea le motivaba. Sería una pequeña chispa en su yermo interior. De acuerdo –dijo-, contad conmigo.

sábado, 18 de marzo de 2017

Capítulo 2: la puerta





Un largo pasillo se encontraba frente a él. Al fondo, una puerta de color verde. Sus pasos retumbaban en el vacío y se proyectaban entre las paredes. A medida que se iba acercando a la puerta, J se sentía más pesado, como si de algún modo sus huesos se estuvieran ensanchando en su interior. Finalmente, estaba delante de la puerta al no sé dónde. Puso la mano en el pomo y lo hizo girar –clic-.

J despertó en su sofá. Tenía el teléfono sobre su pecho y yacía con una pierna tocando el suelo. Rápidamente le vino a la cabeza lo ocurrido. Esa llamada de su padre, pero más concretamente “eso” que le había dicho. Tras un profundo suspiro, se levantó, y con más torpeza que habilidad, logró ponerse los zapatos. Fue a la cocina y agarró lo primero que vio para echarse a la boca, un plátano demasiado maduro que se derritió entre sus dientes. Necesito salir –pensó-.

Se miró el reloj, eran las nueve de la noche, y parecía que el frío aguardaba en el exterior. Sin más dilación, se puso la chaqueta y bajó a la calle por las escaleras. No tenía ganas de otro encuentro indeseado. Pronto se transformó en una silueta entre la luz artificial de la calle, la cual estaba casi desierta. No sabía dónde ir, simplemente andaba en dirección opuesta a su casa. Así pues, se dirigió hacia la playa, que tenía a unos veinte minutos a pie. A medida que bajaba la calle, J se acordó que al día siguiente no tenía que ir a trabajar, le habían dado fiesta. Menos mal, no tenía ganas de volver a ese antro –se dijo-. Siendo viernes, y ya andando por una calle bastante más transitada, pudo comprobar como varios grupos de gente se dirigían a cenar o a pasar la noche juntos, de fiesta. Él, por el contrario, no tenía pensado nada más que perderse por la oscura noche, solo.

De pronto, y cuando ya estaba cerca de la playa, fijó su mirada en un muro al cual jamás había prestado atención. Pudo leer: “Toda convicción es una cárcel”. Qué jodida verdad –pensó-. Al cruzar la calle, vio a un hombre mayor sentado en un banco, que lo miraba sin parar, girando su cuello a medida que J pasaba por delante. J se giró, y pudo comprobar cómo el hombre seguía observándolo. Tenía una espesa barba blanca y unas gafas redondas, le daban un aire ciertamente intelectual. Qué te pasa chaval –le dijo a J-. ¿Por qué me miras? ¿Acaso me conoces? –respondió-. No, pero que pasa, ¿ya no puedo mirar a quién me salga de las narices o que, puto niñato? J no se esperaba una respuesta así, y prefirió no responder. Se giró y prosiguió su marcha.

Siguió dándole vueltas a su encuentro con el hombre mayor ¿de qué iba ese maldito viejo? ¿Cree que por sacarme 60 años tiene derecho a hablarme así? Fue entonces que se arrepintió de no haberle contestado, pero ya era tarde, no tenía sentido volver y decírselo. Pocos minutos después ya estaba en el paseo marítimo. Las olas se escuchaban a lo lejos y empezó a soplar una leve brisa que J agradeció. Empezó a andar mientras pensaba en lo que le habían dicho por teléfono un rato antes, no podía ser cierto. Con cada metro que avanzaba parecía que “eso” se alejaba más de él, como si de algún modo pudiera dejar atrás lo metafísico, lo impalpable. Miró su teléfono, tenía una llamada perdida de Marta. Lo volvió a guardar en el bolsillo.

De repente, algo lo despertó de su letargo. Un grito, parecía haberse producido a poca distancia. Instantes después, pudo ver a una mujer gritando y señalando a un hombre que corría en dirección opuesta a la que iba J. La mujer decía: ¡ladrón,  el bolso! J, en un alarde de valentía, empezó a correr tras él. ¡Eh tú! –le gritó- ¡eres un cobarde! El ladrón no pareció oírle. Éste cruzó la calle a toda velocidad y por poco no se lo lleva por delante un coche. J tuvo que detenerse para que pasara un vehículo y seguidamente cruzó la calle para seguir con su persecución. ¿Por qué corro detrás de ese tío? –se preguntó- no conozco de nada a esa mujer, y sinceramente no me importa nada. Pero no corría para ayudar a la mujer desconocida, corría para llenar ese vacío que sentía dentro de sí, necesitaba adrenalina. Y vaya si la estaba sintiendo.

J empezó a sentir la fatiga, pues hacía tiempo que no hacía ejercicio. Lo mismo parecía ocurrir con el ladrón, que redujo el ritmo. De pronto, éste se giró para comprobar que nadie lo seguía, y al ver a J acercarse a toda velocidad le dijo: Oye, tu quién coño eres. Alguien que te está persiguiendo, ¿o es que no lo ves? ¿Ese bolso no es tuyo no? –respondió-. Mejor no te acerques si no quieres tener problemas, vete a tu puta casa –respondió el ladrón-. Esa mujer está forrada no le vendrá de aquí, o no has visto las pintas que llevaba. Una maldita guiri que se pasea por aquí con aires de suficiencia, que se joda. J, ya más calmado, pudo observar más detenidamente al ladrón. Era un tipo de su altura, rubio y de ojos verdes. A decir verdad, no parecía un ladrón callejero como los que le solían venir a la mente. Es cierto, J también tiene prejuicios, todos los tenemos.

¿Te vas a quedar ahí eternamente o te vas a largar? –dijo el ladrón-. Mira tío –le respondió- en verdad me importa una mierda que te hayas llevado el bolso de esa mujer, solo quería un poco de diversión. Ya me voy. Tras decir esto, el ladrón se metió en una calle y desapareció del rango de visión de J. No lo volvería a ver más, ¿o quizá sí? J volvió tras sus pasos y decidió cambiar de ruta, no tenía ganas de encontrarse con la guiri de nuevo. Poco tiempo después, J se había perdido por las calles, esa zona no la conocía demasiado y todo le parecía nuevo. Los edificios eran viejos y grises, y había pocas luces abiertas dentro de las casas. Volvió a mirar el reloj, eran casi las once de la noche.

Giró la calle y sintió como si antes hubiera estado allí. Pero juraría por aquello que más quería –si tuviera algo a lo que aferrarse- que no había pisado esa calle jamás. Un callejón estrecho pareció postrarse ante él, como si de algún modo le estuviera pidiendo que lo transitara. Así pues, J avanzó lentamente. El viento cedió y la calle pareció enmudecer. Sus pasos retumbaban en las paredes del callejón y se proyectaban entre las paredes. Al fondo, una puerta verde.

Capítulo 1: la llamada





J se despertó sobresaltado. Miró alrededor y no vio más que una fina línea de luz proveniente de su ventana entrecerrada. Apesadumbrado, y tras estirar sus músculos, se levantó y fue al baño. Mientras meaba, pensaba en lo que estaba por venir, y no le motivaba demasiado. Joder –pensó- ojalá pudiera enviarlo todo a la mierda. Después de asearse rápidamente, desayunó unos cereales mientras escuchaba la radio. En ese momento, empezó a sonar “Alive”, de Pearl Jam. Se vislumbró una leve sonrisa cuando sonaba el estribillo, ya me gustaría sentirme vivo –se dijo a sí mismo-. Tras dejar el bol en la cocina, se vistió y salió por la puerta.

Si algo le apetecía poco era encontrarse con alguien en el ascensor, y para colmo, así fue. Buenos días, le dijo la vecina. J odiaba profundamente a esa mujer -Carla-, una jodida cuarentona que no aceptaba el paso de los años y que vestía como una universitaria. Hola -respondió tajante-. No tenía ganas de hablar con nadie de gilipolleces puramente protocolarias destinadas a romper un hielo que a ojos de J debía mantenerse inquebrantable. Mas a su pesar, Carla le dijo: ¿cómo pinta el día? ¿vas a trabajar? Todo bien, respondió. Al abrirse la puerta, J salió primero y se dirigió a la entrada del bloque. Salió sin decir nada, dejando a Carla con un ademán de despedida que no encontró receptor.

J no pasaba por sus mejores días, había discutido con su pareja y el trabajo ya no le motivaba, se había tornado monótono y vacuo. Subiendo la calle que lo llevaba al metro, se cruzó con varias personas. Una pareja de adolescentes que vestían como si se hubiesen criado en los putos suburbios de Detroit, pero que lo más malo que habrían hecho era saltarse un par de clases. Se cruzó asimismo con un vagabundo que se había apropiado de un banco y que llevaba en su mano una cerveza. Joder, cómo me apetece una cerveza –se dijo-. Ya en el vagón, el silencio imperaba. Todo el mundo estaba con cara de póker, algunos y algunas se miraban en el espejo retocándose el pelo o mirándose de perfil cual modelo. Le resultaba patético.

Los que leían libros parecían sentirse superiores al resto, como si leer les volviera eruditos. No dudaban en mirar de reojo a cada rato a su alrededor como si buscaran un reconocimiento por parte de los demás, o para mostrar que si no se levantaban para ceder el sitio era por cuestiones justificadas. A dos estaciones de su destino, subió al metro un hombre de tez morena, el cual empezó a recitar un discurso pidiendo algún tipo de ayuda. La gente bajó la mirada o consultaba su teléfono, haciendo caso omiso a éste. J, por el contrario, mantuvo su mirada fija en él, y escucho sus palabras con atención. Tras estas, el hombre –que rondaría los cincuenta años- procedió a desplazarse por el vagón pidiendo algunas monedas, encontrando como respuesta movimientos horizontales con la cabeza con los labios entrecerrados o un “no, lo siento”. Solo un chico joven que portaba una carpeta universitaria le ofreció una moneda. El precio de su buena conciencia había sido liquidado.

Bajó del vagón y se unió a la marabunta en las escaleras mecánicas. El civismo parecía haber cumplido su cometido, pues nadie se encontraba quieto en el lado izquierdo. Al pisar la acera, miró a su derecha y el hombre del semáforo vestía de verde, por lo que cruzó la calle. En ese momento pensó en el porqué del color verde y el rojo para distinguir entre lo permitido y lo que no. El rojo –se dijo- resultaba hartamente paradójico, y es que, si bien es sinónimo de prohibido o peligroso, al mismo tiempo es el color de la pasión, del amor y de la misma sangre, de aquello que a priori nos une a los nuestros. Desechó este pensamiento inútil y subió la calle que lo llevaba a su trabajo.

J trabajaba en una cadena de comida rápida, sirviendo bocadillos y limpiando la mierda que los clientes dejaban en las mesas y el suelo. Esto lo compaginaba con las clases de la universidad, la cual no pisaba hacía algún tiempo. Cuando entró al establecimiento, su compañera Marta lo saludó. Hola J, ¿cómo va? Bien, voy a cambiarme y ahora bajo. A pesar de esta cortante respuesta, J se sentía atraído por su compañera. A su parecer estaba buenísima y más de una vez había pensado en ella en sus momentos de placer íntimo. Mientras se cambiaba, vio una cucaracha que se escondía bajo las taquillas, era enorme y movía sus antenas con rapidez, en busca de un lugar en el que cobijarse y seguir reproduciéndose. A fin de cuentas, ¿qué nos distingue de ellas? ¿No vivimos entre mierda y la reproducción es nuestra finalidad última?

Una vez se puso su atuendo de trabajo -un polo naranja, un pantalón negro y una gorra que le producía picores en la frente- bajó al piso inferior, donde se desarrollaban sus funciones. Nada más ponerse tras la barra, puso su código en la pantalla y ya estaba listo para atender a los capullos que querían comer en ese lugar inmundo. Poco tardó en entrar una pareja. El chico era negro y vestía estilo swagger, una moda que te hace parecer más ridículo de lo que todavía eres. Su acompañante era una chica rubia, guapa de cara, un poco más alta que el chico y con un sugerente escote que J repasó rápidamente. Joder con el negro –pensó-, con esa cara de gilipollas y qué suerte tiene el cabrón.

Una vez los había atendido, les devolvió el cambio y se sentaron en una mesa próxima a la barra donde se encontraba J. Escuchó con disimulo su conversación, la cual era propia de adolescentes. El tío hablaba como vestía, era lamentable. La chica, por el contrario, no hacía más que escuchar y reírle las gracias. En ese momento, la chica miró a la barra y cruzó la mirada con J, que se quedó pasmado. Rápidamente disimuló e hizo como si apuntara algo en la pantalla, bajo la atenta mirada de ella, que seguía observándolo. De repente, escuchó la voz de Marta tras él. ¿Qué haces? –le preguntó-. Nada, había apuntado un pedido sin querer y lo estaba anulando –respondió J-. Tras esto volvió a mirar a la chica, que ahora seguía charlando con el negro. ¿De verdad le había estado observando o eran imaginaciones suyas?

La tarde transcurrió como siempre, multitud de personas pasó por el local y se hinchó a comer bocadillos hechos con el más profundo hastío y desamor. Y por no hablar de las bebidas, cuyos recipientes se encontraban en territorio comanche, rodeados de suciedad e insectos, protegidas tras una leve capa de plástico. Cuando llegó la hora de salir, eran las cinco de la tarde. Mientras subía las escaleras que le llevaban al “vestuario”, escuchó tras él la voz de Marta. Oye J, te noto raro, ¿te pasa algo? J dudó qué responder. Ciertamente, Marta le gustaba, pero su ruptura con la pareja anterior era demasiado reciente. No me pasa nada, tranquila –y esbozó una leve sonrisa-. ¿Quieres que vayamos a tomar algo esta noche? –le preguntó Marta-. Había estado esperando esa pregunta mucho tiempo, pero sus restricciones morales se habían adueñado de él. No puedo, tengo cosas que hacer de la universidad –dijo-. Era mentira, no tenía nada mejor que hacer que mirar la televisión o leer algún libro. Ese día, como de costumbre, no iría a clase.

Cuando llegó a casa, tiró la mochila al suelo y fue directo al baño. Se sentó en la taza y se puso algo de música para amenizar el momento. Sus estancias en el baño solían alargarse en demasía, y es que era uno de los pocos momentos en los que J parecía abstraerse de lo que le rodeaba. Pasados veinte minutos, se estiró en el sofá y apagó las luces del salón. Su móvil empezó a vibrar, era su padre. ¿Hola?, respondió. Hola J –la voz de su padre parecía algo alterada- ¿dónde estás? En casa, he llegado hace poco de trabajar. ¿No tienes clase? No, hoy no tenía –mintió-. Verás –siguió su padre- ha ocurrido algo. Las palabras que siguieron dejaron a J helado.

domingo, 12 de marzo de 2017

Autoridades



Una vez me desperté. Solo. Yacía acostado en una cama dura, tremendamente áspera. Un reguero de saliva seca subía por mis labios hasta alcanzar la mejilla derecha. Las sábanas, heladas cual muro de hielo y roca, se cercioraban de que mi cuerpo no adoptara ninguna posición extraña. Del pijama, no sabría decir.

Una vez me desperté. Solo, y no recordaba nada del día anterior, ni de su antecesor, ni de la hilera de días, enfrascados y superpuestos, que me constituían como ser. Las legañas aprisionaban mis ojos, los mordían con su afilada sal, los descuidaban.

Una vez me desperté solo, y no, no me gustó lo que me pareció ver. Unas paredes dolorosamente amarillas se cernían sobre mí, sobre mi cama, sobre el mismo habitáculo en sí. Intenté llorar, pero en lugar de lágrimas, recibí una lanzada en el estómago.

Empero aquella vez, no me desperté solo, de nuevo. Por lo menos, no solo del todo. Dos policías de buen ver, rostros ennegrecidos por el humo, acechaban en la sombra. Estos solo se distinguían mínimamente, entre calada y calada. Mi cuerpo, recubierto de harapos, recorrido por saliva y legañas, entorpecido, entumecido, cansado de despertarse tan solo. Mi voz, accionada por un debilísimo impulso de aire, espetó:

-¿Qué es lo que he hecho?

Solo el silencio tuvo agallas para contestar. Mi mente, encriptada, corrompida por sus propios pensamientos; mi psique, atormentada, consiguió hilvanar unos lánguidos y perecederos destellos de lucidez. Ya no era yo, ni la habitación era ella, ni la oscuridad, ni mi cuerpo, ni mi estado, estaba dejando de ser lo que una vez vacilé ser. Mi sueño se desmoronaba. Uno de los policías, que junto a su compañero, admiraban sin espetar palabra aquel, podríamos decir, rito iniciático, pegó una tremenda calada a su cigarro, carraspeó, se acercó a mí y me susurró con una voz de tenor impecable, una voz hermosa e inenarrable:


-Es hora de morir, chico.

El gilipollas de Carmelo







¡Ay Carmelo!, ¿¡Por qué es tan grande tu persistencia!?

¿Qué es lo que te insufla ánimos, ánimos para seguir en tu recorrido? Día tras noche, noche tras día, semanas pasan, meses incluso, y tú sigues comprometido contigo mismo.

¿Qué es lo que te hace no flaquear? Mejor dicho, ¿Qué es lo que salva tu flaqueza, que te recoge y te hace levitar?, ¿Algo que se mueve dentro de ti que como el éter, nos es invisible?

Las jornadas pasan y tú sigues en tus trece. (Casi) todos los días escupes en la acera. Levantas la vista, y te encaramas, te dejas llevar por tus ajadas plantas, y subes y subes y vuelves a subir.

No falla, me lo han contado y lo creo. No hay día que no pretendas subir esa grandísima ladera, ese desnivel desorbitado que te espera con soberbia.

¿Acaso buscas la grandeza?, ¿Quién te espera, Carmelo?, ¿Será una mujer?, ¿Tal vez una señora?

Sí, es posible. Puede que la mismísima señora de las alturas te espere en lo alto del accidente, quizá eso explique tu empecinamiento.

Pero no, aun así, no es suficiente. ¡Cuéntamelo, Carmelo! Nunca vi ser más terco. Sales del foso más oscuro que hay, giras sobre ti mismo, y levitas, casi levitas sobre el pavimento, en dirección ascendente. Sin dilaciones, sin más pomposidad que tus pasos mismos, caminas la gran cuesta, aun sabiendo…

Aun sabiendo que solo es cuestión de tiempo. Reconociendo que llegará la caída. ¡No, no, no y mil veces no! ¡Qué cosa tan curiosamente triste, compañero! Dicen de ti que además, llevas lastre.
Sí, así es. Tus posesiones más preciadas, que nunca dejas atrás. ¡Miento! Que únicamente dejas atrás para cargar con ellas, para llevarlas en tu espalda.

Joder, Carmelo. Hablan de ti maravillas algunos, otros solo ven vanidad en tu rostro. Pero continúas, no cejas en tu empeño de superar a tu sombra; sigues caminando, sorteando los adoquines manchados, el orín de los perros y las más abyectas emisiones. Con tu bolsa, y dentro de ella papeles. Papeles y tinta por un tubo, todo entremezclado.

¡La madre que te parió, Carmelo! Subes y vuelves a subir, recorres metros de calzada. A veces te hallas taciturno, lo sé. Solo te acompaña tu vocecita interior, que rebota entre tus tejidos cerebrales, ansiando la libertad. Una libertad que tú tienes, camarada. O que tú crees tener.

Una libertad cansada, sí, como tu aliento, que exaspera, que antecede a los pasos más pesados y manda una señal a tu cráneo, haciéndote desear el más sucinto de los finales.

¡Pero qué cojones te pasa, Carmelo!, ¡Si sabes que caerás! ¿Por qué lo haces?, ¿Por qué?, si tarde o temprano te deslizarás con gracia, resbalarás y tu piel besará las finas y malas hierbas que pueblan las esquinas.

¡Pero no!, ¡Ahí sigues! Como un verdadero hijo de puta. Subes un buen tramo, dejando atrás cruces sinuosos que llevan a ninguna parte. Y, cuando el corazón ya rebota en su coraza, cuando la ilusión se despierta en tus dedos, giras. Giras hacia la derecha, hacia tú derecha, y te presentas ante la gran cuesta final. La gran pendiente que, imponente te reta, día tras noche, noche tras noche también. ¡Quién fuera tu espíritu, Carmelo!

¡Quién pudiera transformarse mágicamente!, ¡Quién pudiera tomar la forma de tus incisivos, que braman, por la sangre que viene inyectada desde tus encías!

¡Diablos! Lo tuyo es inaudito. Eres duro de roer aun en tu blandura. Pero Dios, ¡si eso fuera lo peor! Lo peor es que a veces… A veces ¡bajas!

Y no, podría pensar que es que en ocasiones, te olvidas de tu memorizado trayecto, das esquinazo a tu maquiavélica trayectoria, para bajar y recapitular. Tomar aire. Inspirar veneno. No. Me es imposible negar la mayor.

Desciendes porque puedes descender. Porque te has dicho a ti mismo que debes descender. Cansado, no por el ejercicio vital, no por la ansiedad que produce el tener conciencia: ¿acaso crees haber atisbado, un fragmento siquiera de las causas que pagarás por tu indiferencia?

¡Cuántas veces, oh! ¡Cuántas veces, valiente trozo de gilipollas, te he visto hacerlo! Después de recorrer con hastío, no de mala gana, sino casi derrotado. ¡Cuántas veces te he visto, amigo, estar a punto de arribar a tu meta!, ¡Estar a punto de besar a los astros!, ¡De codearte con ellos! Y cuántas veces –mis ojos lo han visto- te diste la vuelta, justo antes de que tu sombra rozara el gran portón que liberaría cualquier espíritu…

Si tu tesón es grande, si tu terquedad solo es comparable a la de las rocas que descansan bajo frías gotas interminables, dentro de cuevas oscuras. Si tu empecinamiento humano alguna vez ha sido superado, ha sido en estas contadas; superpuestas y nefastas ocasiones.

¿Por qué? ¡Maldito! No logro entender el por qué. Si ya estás llegando, junto con tu carga que, anudada a tus hombros, te cercena la piel, te come el cuerpo y te provoca las más horrendas heridas. Si tan solo con rozar la cima, tus lamentos y dolores se tornarían en amarilla ilusión: ¡volarían con espanto! Pero no, ¡hay que joderse! Ya saboreando la miel de los dioses y te largas.

Te das media vuelta. Giras sobre ti mismo y marchas, a grandes pasos, más que liviano, esquivando los socavones que el inexorable paso del tiempo ha ido provocando. Bajas y bajas y bajas, a una velocidad endiablada. ¡Y te da igual! Te da igual, porque si no te diera igual, ni siquiera tantearías la subida.

Vuelves a tu sino, con una gracia que solo los animales tienen. Vuelves y te resguardas en el más oscuro de los agujeros. Y te preparas.

¡Dios!, ¡Maldigo a Dios mil veces y me cago en la mismísima Virgen María! Eres el pragmatismo encarnado, Carmelo. Eres demasiado humano, compañero. Y este hecho es capital.

¡Dioses, miradle!, ¡Mirad al hombre que no quiso ser digno de vosotros!, ¡Observad a aquel que se rió de la inmortalidad!, ¡Contemplad, os ordeno, a aquel que se pasará hasta el día del juicio final subiendo y bajando la cuesta del olvido!

¡Maldita sea!, ved al que nunca podríamos olvidar.

FUIMOS FUEGO



La explosión me lanzó al suelo; mientras, el edificio, se derrumbaba a nuestras espaldas... Mis oídos silbaban con fuerza; medio aturdido conseguí incorporarme... a pesar de no ver del todo bien me di cuenta que ella permanecía a mi lado, sin un rasguño, de pie, con los brazos abiertos al cielo, riendo a carcajada limpia y parando solo para gritar: “¡la ley del talión!”

Me dirigí hacia ella, andando torpemente, el corazón me latía con fuerza, como si fuera a salirse por la boca... la miré, estaba más hermosa que nunca, sus ojos resplandecían, como si estuvieran bañados en fuego, nunca se los había visto de esa forma; estuve observandola, observando la escena, y me percaté de que su sombra y la mía se juntaban y se proyectaban hacia el final de la calle, una sombra larga, omnipresente, amenazadora, hermosa metáfora de lo que pretendíamos evocar... Embobado no me daba cuenta de la situación hasta que vi, a lo lejos, las luces parpadeantes de la policía; desperté de golpe y me abalancé sobre ella, “¡corre maldita sea! ¡Nos van a pillar!”...

Ni se inmutó, seguía riendo, como si no le importase lo que le decía... Entre carcajada y carcajada recuerdo que dijo algo así: “hostia puta ¡joder! Que bien que arde ¡parece como si se hubiera construido para ese fin! Míralo, – ahora se acordaba de mi – mira este fuego, son nuestros corazones que arden, hemos invocado la ley del talión ante esos amantes de la legalidad, ante esos que nos quieren como cadáveres mecanizados en su sistema ¿no ves que belleza? Es su mundo quemando como una mecha... Justicia hijos de puta, justicia... Qué coño... ¡tendremos que brindar a la salud de un nuevo amanecer esta noche!”

A pesar de todo lo que ella pudiera decir, yo seguía pensando en la policía... “¡Nos cogerán! Por lo que más quieras ¡corre!”

Ni se inmutó, me acarició la mejilla, cerró los ojos y dijo: “Hoy no atraparán a nadie, hoy no pueden atrapar a nadie... La vida que nos imponían era una rueda que nunca dejaba de girar,  que volvía a reseguir siempre el mismo recorrido, hasta hacernos creer que era real, que no existía nada más, pero fíjate ¡ya no estamos en ella! ¡¿No te das cuenta?! La gran mentira arde, y con ella nuestra esclavitud, hemos quemado la rueda que nos anulaba ¡somos libres! Se terminó el correr por correr, se acabó...”

No se si fue un arrebato fruto de sus palabras, o sencillamente que el momento lo requería... Pero no pude evitar decirle: “Y, ahora, ¿qué hará que nos movamos? ¿Qué nos obligara correr?”
Ella, con una sonrisa, me miró, cogiéndome el cuello con sus manos poco a poco nos acercó hasta juntar nuestros labios en un beso, corto, pero suficiente para decir lo que necesitaba ser dicho en silencio, se retiró y, justo antes de girarse, dijo: “el aburrimiento; ¿no lo has pensado? Los creadores no soportamos el aburrimiento...” me dio la espalda y empezó a correr, tardé unos segundos a reaccionar, y salí corriendo con ella...



Ese día no nos cogieron, ese día éramos fuego danzando en libertad.

FIESTA


FIESTA

¿Es el individuo contemporáneo consumidor o creador de fiestas? 

¿Elude torpemente su soledad o celebra con ligereza la plenitud de su vida? 

¿Es la fiesta la viva imagen de la trivialidad y futilidad de su vida, o se trata de un espacio de experimentación donde desatar y vivir sus pasiones, reflexionar, conocerse, extasiarse de si mismo... y, así, sentar las bases para que se produzca un devenir creador donde desarrollarse y construir un entorno a medida para vivir sin sentirse en un exilio permanente de su propia vida? 

¿Es la diversión del individuo contemporáneo el drogarse sin limites para sentir algo en el páramo vacío de su existencia o lo es provocar y crear momentos en comunión con el enjambre en constante movimiento de sus pasiones? 

¿Es la noche el escenario preferido para la fiesta porqué entre las sombras es más fácil esconder sus miserias o lo es como máscara perfecta, el anonimato necesario para sortear las barreras que la sociedad pone a Dionisio? 

¿Es la fiesta una triste parodia de ser, un estar pretendiendo ser, o es la vida corriendo alegre sin ser perseguida por un borracho que, torpemente, pretenda secuestrarla? 

¿Es la fiesta la depresión de nuestra existencia ahogada en todo tipo de drogas, una euforia, una alegría, sin otra causa que estupefacientes en la que uno parece decirse: “ríe, ríe más fuerte o escucharás el llanto de tu ser roto; bebe, bebe más porque tu ser ya no sabe reír por si mismo”?

ACTE VANDÀLIC 1



ACTE VANDÀLIC 1: SUÏCIDI ASSISTIT A UN TEST

Un dia qualsevol, la tropa dels no-res es trobaven avorrits havent de conviure amb la seva pròpia existència. Enmig del cor de la ciutat van recórrer pels carrers i paratges que se’ls creuaven pel davant, tot buscant alguna distracció llaminera. Fou així com al final van topar-se amb un subjecte ben arrelat al seu entorn natural. Després d’una meditació prou discreta, se’n van adonar pel seu propi compte: era un test deprimit, restringit per les lleis de la física.

L’arrel del problema en aquell test no era pas la seva mida o la seva consistència, ni tampoc la seva bellesa; el quid de la qüestió anava més enllà de temes superficials. Es tractava del seu propi albir, que per a ell semblava gairebé un ideal platònic que només un miracle podia acomplir. El malaventurat vas ceràmic anhelava una existència més engrescada, volia gaudir de la disbauxa, tot i que es conformava amb una vida amb un pèl més de marge de maniobra. Si la vida de test ja era prou sedentària, per a aquell test semblava una utopia estirar les seves extremitats, doncs havia romàs tota la vida enclavat a una barra de ferro que el travessava per les parts més nobles.

Els subjectes homònims que convivien amb ell mostraven una evidència irrefutable: les noves generacions de testos perdien facultats. La suma de sentiments que immobilitzaven els testos i que acabaven en frustració portaven a una existència funesta, les generacions esdevenidores es convertien en plàstic. Ningú volia pixar fora de test, ningú gosava dir-ho en veu alta, però era evident: els nous testos naixien morts.

Amb la situació vista per a sentència la tropa dels no-res, en comitè assembleari, van decidir complir l’última voluntat d’aquell test en estat vegetal: desarrelar-lo del seu medi i fer-lo transcendir. Fou així com la tropa va sentir una profunda necessitat de donar-li un cop de mà i d’empènyer-lo pel precipici cap a la deriva existencial. Un cop efectuat el suïcidi assistit, la mateixa voluntat d’empènyer el test va esvair-se mentre tothom contemplava el vol més intens d’aquell heroi d’argila que durant un instant va experimentar més que en tota la seva vida.

¿COSAS?


¿COSAS? 

Mi vida es mía. 
Su vida es suya. 
Yo soy yo. 
Ella es ella. 
Y aún así 
a veces parece que mi vida sea nuestra, 
que su vida sea nuestra. 
Que yo y ella seamos nosotros... 
¿conseguimos ser de alguien en algún momento?

Yo fui yo. 
Mi vida fue mía. 
Él fue él. 
Su vida fue suya. 
Y aún así él murió 
y fuy yo, no él, 
el que vivió su muerte 
y su muerte fue mía. 
Él no la vivió nunca, 
con lo que su muerte no fue suya. 

Y, así, mi muerte no será mía. 
Mi muerte no será suya...

 ¿Y si en lugar de morir yo, 
mueren los otros en mi? 
¿Y si en lugar de morirse ellos, 
muero yo en ellos? 

Si es de alguien, la muerte, solo puede ser de ese que la vive.
Peró, ¿a caso se puede poseer?

Mi pasado fue mío. 
Y a pesar de ello ahora 
ya no lo puedo tener. 
Mi pasado ya no es mío. 
Mi pasado no es de nadie. 
Mi pasado desaparece siempre que nadie lo recuerda.
Y sigue sin aparecer por más que lo recuerde...

Quien recuerda algo de mi pasado 
¿lo hace suyo? 
No, no lo puede poseer, 
no lo puede hacer suyo, 
¡tampoco yo puedo hacerlo! 

Si lo que vivimos en el presente 
pasa a ser pasado 
y el pasado no lo poseemos 
¿somos  y dejamos de ser al mismo momento? 
¿Conseguimos ser en algún momento?

Si no existen pasado ni futuro, 
si solo existe el presente 
y nunca viviremos nuestra muerte, 
¿somos inmortales, atemporales?

Desde nuestro punto de vista debería ser así,
aunqué, al pensar en la muerte, la vida, el tiempo...
casi nunca tenemos esta sensación
¿A caso vemos nuestra vida desde ojos ajenos?


...