¡Ay Carmelo!, ¿¡Por qué es tan grande tu persistencia!?
¿Qué es lo que te insufla ánimos, ánimos para seguir en tu
recorrido? Día tras noche, noche tras día, semanas pasan, meses incluso, y tú
sigues comprometido contigo mismo.
¿Qué es lo que te hace no flaquear? Mejor dicho, ¿Qué es lo
que salva tu flaqueza, que te recoge y te hace levitar?, ¿Algo que se mueve
dentro de ti que como el éter, nos es invisible?
Las jornadas pasan y tú sigues en tus trece. (Casi) todos
los días escupes en la acera. Levantas la vista, y te encaramas, te dejas
llevar por tus ajadas plantas, y subes y subes y vuelves a subir.
No falla, me lo han contado y lo creo. No hay día que no
pretendas subir esa grandísima ladera, ese desnivel desorbitado que te espera
con soberbia.
¿Acaso buscas la grandeza?, ¿Quién te espera, Carmelo?,
¿Será una mujer?, ¿Tal vez una señora?
Sí, es posible. Puede que la mismísima señora de las alturas
te espere en lo alto del accidente, quizá eso explique tu empecinamiento.
Pero no, aun así, no es suficiente. ¡Cuéntamelo, Carmelo!
Nunca vi ser más terco. Sales del foso más oscuro que hay, giras sobre ti
mismo, y levitas, casi levitas sobre el pavimento, en dirección ascendente. Sin
dilaciones, sin más pomposidad que tus pasos mismos, caminas la gran cuesta,
aun sabiendo…
Aun sabiendo que solo es cuestión de tiempo. Reconociendo
que llegará la caída. ¡No, no, no y mil veces no! ¡Qué cosa tan curiosamente
triste, compañero! Dicen de ti que además, llevas lastre.
Sí, así es. Tus posesiones más preciadas, que nunca dejas
atrás. ¡Miento! Que únicamente dejas atrás para cargar con ellas, para
llevarlas en tu espalda.
Joder, Carmelo. Hablan de ti maravillas algunos, otros solo
ven vanidad en tu rostro. Pero continúas, no cejas en tu empeño de superar a tu
sombra; sigues caminando, sorteando los adoquines manchados, el orín de los
perros y las más abyectas emisiones. Con tu bolsa, y dentro de ella papeles.
Papeles y tinta por un tubo, todo entremezclado.
¡La madre que te parió, Carmelo! Subes y vuelves a subir,
recorres metros de calzada. A veces te hallas taciturno, lo sé. Solo te
acompaña tu vocecita interior, que rebota entre tus tejidos cerebrales,
ansiando la libertad. Una libertad que tú tienes, camarada. O que tú crees
tener.
Una libertad cansada, sí, como tu aliento, que exaspera, que
antecede a los pasos más pesados y manda una señal a tu cráneo, haciéndote
desear el más sucinto de los finales.
¡Pero qué cojones te pasa, Carmelo!, ¡Si sabes que caerás!
¿Por qué lo haces?, ¿Por qué?, si tarde o temprano te deslizarás con gracia,
resbalarás y tu piel besará las finas y malas hierbas que pueblan las esquinas.
¡Pero no!, ¡Ahí sigues! Como un verdadero hijo de puta.
Subes un buen tramo, dejando atrás cruces sinuosos que llevan a ninguna parte.
Y, cuando el corazón ya rebota en su coraza, cuando la ilusión se despierta en
tus dedos, giras. Giras hacia la derecha, hacia tú derecha, y te presentas ante
la gran cuesta final. La gran pendiente que, imponente te reta, día tras noche,
noche tras noche también. ¡Quién fuera tu espíritu, Carmelo!
¡Quién pudiera transformarse mágicamente!, ¡Quién pudiera
tomar la forma de tus incisivos, que braman, por la sangre que viene inyectada
desde tus encías!
¡Diablos! Lo tuyo es inaudito. Eres duro de roer aun en tu
blandura. Pero Dios, ¡si eso fuera lo peor! Lo peor es que a veces… A veces
¡bajas!
Y no, podría pensar que es que en ocasiones, te olvidas de
tu memorizado trayecto, das esquinazo a tu maquiavélica trayectoria, para bajar
y recapitular. Tomar aire. Inspirar veneno. No. Me es imposible negar la mayor.
Desciendes porque puedes descender. Porque te has dicho a ti
mismo que debes descender. Cansado, no por el ejercicio vital, no por la
ansiedad que produce el tener conciencia: ¿acaso crees haber atisbado, un
fragmento siquiera de las causas que pagarás por tu indiferencia?
¡Cuántas veces, oh! ¡Cuántas veces, valiente trozo de gilipollas, te he visto hacerlo! Después
de recorrer con hastío, no de mala gana, sino casi derrotado. ¡Cuántas veces te
he visto, amigo, estar a punto de arribar a tu meta!, ¡Estar a punto de besar a
los astros!, ¡De codearte con ellos! Y cuántas veces –mis ojos lo han visto- te
diste la vuelta, justo antes de que tu sombra rozara el gran portón que
liberaría cualquier espíritu…
Si tu tesón es grande, si tu terquedad solo es comparable a
la de las rocas que descansan bajo frías gotas interminables, dentro de cuevas
oscuras. Si tu empecinamiento humano alguna vez ha sido superado, ha sido en
estas contadas; superpuestas y nefastas ocasiones.
¿Por qué? ¡Maldito! No logro entender el por qué. Si ya
estás llegando, junto con tu carga que, anudada a tus hombros, te cercena la
piel, te come el cuerpo y te provoca las más horrendas heridas. Si tan solo con
rozar la cima, tus lamentos y dolores se tornarían en amarilla ilusión:
¡volarían con espanto! Pero no, ¡hay que joderse! Ya saboreando la miel de los
dioses y te largas.
Te das media vuelta. Giras sobre ti mismo y marchas, a
grandes pasos, más que liviano, esquivando los socavones que el inexorable paso
del tiempo ha ido provocando. Bajas y bajas y bajas, a una velocidad
endiablada. ¡Y te da igual! Te da igual, porque si no te diera igual, ni
siquiera tantearías la subida.
Vuelves a tu sino, con una gracia que solo los animales
tienen. Vuelves y te resguardas en el más oscuro de los agujeros. Y te
preparas.
¡Dios!, ¡Maldigo a Dios mil veces y me cago en la mismísima
Virgen María! Eres el pragmatismo encarnado, Carmelo. Eres demasiado humano,
compañero. Y este hecho es capital.
¡Dioses, miradle!, ¡Mirad al hombre que no quiso ser digno
de vosotros!, ¡Observad a aquel que se rió de la inmortalidad!, ¡Contemplad, os
ordeno, a aquel que se pasará hasta el día del juicio final subiendo y bajando
la cuesta del olvido!
¡Maldita sea!, ved al que nunca podríamos olvidar.