¿Y si se había acabado todo?, ¿si no tenía sentido ya,
aplicar mis fuerzas, encontrar significados? ¿Acaso iba a acabarse así, tan
sucintamente?, finalmente, ¿alguien se había cargado al mensajero?
Recuerdo estas palabras, concatenadas y apelotonadas,
estallando de placer en mi cerebelo. Lo siguiente que pensé fue: ¿acaso la
muerte, no es una burócrata más?
Por fin abrí los ojos, incorporándome con gran aflicción.
Amarga y taimada sensación de paz, cuando empecé a sentir un cosquilleo en los
dedos de la mano derecha. Y es que, si mi cuerpo aún se encontraba dormido,
¿cómo tener la certeza de que lo que era entonces no era más que fétido sueño?
Y si era una ensoñación, si mi encriptada consciencia había
perdido el hilo conductual con la materialidad. Y si volvía a ser solo puro
pensamiento, desdoblándose, ¿qué más daba?
El dolor seguía ahí, junto con los recuerdos de días pisados
y pasados, como manchas en la acera.
El aire recargado se tornaba en mucosidades afiladas, que se
clavaban en mi tráquea. Luchaban por salir los esputos, después de horas, tal
vez semanas de letargo. La atmósfera estaba visiblemente contaminada, me
sorprendí a mí mismo, con las manos en la nuca, y la mirada perdida.
La claridad de la luna se abría paso por entre los
cristales, sucios y amplios, duros a la vez que frágiles. La habitación se
hallaba totalmente en silencio. Unas runas allí, unos mensajes codificados
allá, tal vez imágenes y dibujos, fruto estos últimos de la más oscura pluma.
Una sensación tibia, seguida de sonidos lejanos, como de ultratumba, que recordaban
al romper de las campanas a media tarde. A esa hora tan inoportuna, cuando los
animales salen del cemento para meterse en el cemento, rodeados; como felices y
extasiados.
El sofá de color rojo estaba plagado de manchas. Por un
segundo me vino a la mente la imagen de aquella femenina espalda, repleta de
lunares. Lunares marrones, pensé; manchas negras, como cráteres en el sofá,
apuntillé. Y ahora, como si de arenas movedizas se tratase, me hundía, sin
ningún tipo de contrapartida, en estas manchas de humedad, en estos pliegues
asesinos, que se urdían como objeto; que se concretaban como -maldita sea-, como una mierda de sofá.
Me levanté, y el tocar de campanario pareció retumbar en mi
cabeza; yéndose a la vez que arrastraba de vuelta un eco frío y metálico, casi
de color oro. No me había dado cuenta del liviano levitar de las motas de
polvo, que golosas, buscaban su propio alunizaje.
“¿Hay alguien ahí?”, dije en voz alta. Pero mi voz se perdió
entre las paredes, entre los bustos y los ladrillos rotos, subiendo por las
canaletas y bajando hasta el fondo del mar.
Qué jodida pregunta. Qué pedazo de imbécil.
No importaba si el destino volvía a equivocarse. Decidí
entonces girar sobre mi propia figura; tal vez en la luz lunar, encontrara un
atisbo de abrazo, una especie de sentido vistazo de complicidad. Era tarde.
No porque la madrugada cayera con tesón y lustre. Ni porque
el rocío comenzara a laminar los automóviles quietos, igual que las farolas,
inmóviles. No así los árboles, que se mecían por el vientecillo nocturno, como
tiritando de frío. Sencillamente, era demasiado tarde.
Qué belleza de imagen, cuando logré encuadrar toda la
escena, recorriendo con mis pupilas el recargado paisaje, de fondo negro; sin
estrellas, sí con luna, creciente, por si todavía importaba.
Qué montaña, qué amargo y bonito accidente. Qué pendientes, recorridas
de ancho a largo, de arriba a abajo por aviesos edificios. Una ondulada ladera,
capitaneada por una antena gigante, a la que creí escuchar en sueños; que
bajaba hacia la derecha, fraguándose en ribazo nuevamente, justo con el
suficiente ángulo como para retomar su empeño, tornándose finalmente en sistema
montañoso, que se perdía entre el marco de los ventanales que allí sujetaban mi
reflejo, totalmente difuminado.
Era hora de volver a casa. Conquistar por última vez aquel acceso
a mi lecho, frío y húmedo; cansado de esperarme.
La quietud del satélite provocó en mí un escalofrío. Como un
impulso mesiánico, subió por mi garganta un garabato, que se tornó en
guirnalda, desplegándose en pensamiento. Un pensamiento doloso e iracundo, que
me hablaba de héroes, y me recitaba poemas sobre ninfas y comodoros.
“Hagámoslo con calma”, me dije. O tal vez lo dijera en voz
alta. La cuestión es que si algo era diáfano, si algo se había mostrado como
axioma, si de algún modo lo conspicuo estuvo en mí, aunque hubiera sido un
rato; había sido conceptualizado en esta ardua y solemne frase. ¿Qué no te
tomaste con calma, chico?, si ni siquiera supiste ingerir veneno, aun en tus
noches más lóbregas, si lo tomaste siempre como un aperitivo; relamiendo tus
labios a cada sorbo, observando la copa a cada pequeño trago.
Me encaminé hacia la salida de aquel fastidioso salón. El
sonido reverberante de la oscuridad se adhería al largo e interminable pasillo.
Solo una luz observable, la de una puerta medio entornada, al final de aquel rectilíneo y
cuadriculado túnel, de color mandarina; moteado de rugosidades.
Mis pupilas de loco no daban crédito a aquella estampa. La
atmósfera, ya no sabía, si de aquella vivienda, si de aquel continente, había
desaparecido frugalmente; o se había apostado definitiva y contundentemente,
tomando la forma de las sombras insidiosas que pueblan los recovecos de las
calles. Y si era así, si el manto fino de la podredumbre, si el aire
recalcitrante que levitaba, había dejado de levitar, para pasar a ser parte de
mi yo medible, acaso, si todo eso se había resuelto en hecho constatable, se había trasformado en mi ser:
¿podía hacer algo que no fuera aceptarlo con resignación?
“Ey”. Y la y griega sonó como un destornillador perforando
un trozo de metal. “Quién eres”, dije sin más dilación y casi sin energía. “Dónde
estoy” inquirí sin demasiadas esperanzas.
El doloroso amarillo que se escondía tras la puerta del
fondo del pasillo, fue alargándose, convirtiéndose en figura reflejada en la
pared. Todo mientras sonaba el chirriar de una abertura henchida de moho y
portazos.
Mentiría si no dijese que vi a alguien repostado bajo el
marco de aquel pórtico macabro. Sentí mis dientes rechinando, segregando por un
segundo astillas de calcio y nervio, mientras la piel de mis brazos se empezaba
a enchinar, y los pelos y los granos y los pies, se ponían duros como estacas y
tersos como pollas empalmadas.
El nudo de mi garganta habría servido para colgar al más puritano
de los malhechores. Un soplo de aire, esta vez caliente me recorrió la cara,
lamiéndome la barba, introduciéndose en mis fosas nasales. Y la puerta se cerró
de pronto y para mi sorpresa, al portazo, no lo acompañó ningún terminante
estruendo.
Pasé como bien pude, con la espalda pegada a la pared. ¿Por
qué me comportaba de aquella manera?, ¿era miedo lo que me apoderaba entonces,
era el más terrible de los horrores hacia lo desconocido e inexplicable? Junto
con aquellas preguntas, también estaba allí la sangre que a borbotones, se
apelotonaba en mis venas, entre mis brazos y por mis piernas. Aun así, no
despegué el culo de la pared, ni cuando ya casi estaba dejando atrás aquel
inhóspito y desolado pasillo.
Decidí salir de aquella cárcel sin barrotes, sin dilación ni
apremio. Unas botellas como vacías y recubiertas de polvo me indicaron la
salida, estaban apostadas a cada lado del trayecto, casi señalándome el camino.
Reflejándose en cada una de ellas, con sus tonalidades marrones, se distinguían
muecas lo suficientemente oscuras para retener un halo de lumbre.
Salí y bajé escopeteado. Más que liviano, descendía de dos
en dos los escalones, mientras giraba sobre mí mismo al llegar a los rellanos
pertinentes, que estaban hechos de baldosas impías, más transitadas que las
estaciones. Recuerdo que la oscuridad me atolondraba cada vez más, aun así podía degustarme, mirando el
color azul metálico de la barandilla interminable.
"¿Otra puerta?", pensé. Y por un momento la situación me
recordó a cuando vagabundeo por mi memoria, dejando tras de mí un reguero de
huellas que sonoras, preceden a los descubrimientos más insospechados. A los
diálogos con mis recuerdos, de los que nunca escapo, pese a que con toda mi
energía les intento dar plantón.
Tal vez parte de la remilgada oscuridad se quedó en aquel
edificio, que no dejaba de encajarse con aplomo en la manzana, a estas horas transitable.
Tal vez y solo tal vez, respiré de nuevo aire sucio, pero fresco.
Me encaminé conmigo mismo, sorteando charcos y maullidos
lejanos. Cerré los ojos cuando sentí aquel maldito chirrido a mi espalda. Un
silbido agudo y entrecortado estaba siendo disparado desde algún lugar;
habiéndome impactado en la solapa de la camisa. Me giré con rapidez y adiviné,
justo en el salón donde había estado descansando, allá por el tercer piso, una
figura oscura e inquietante. Se apostaba inamovible; tan solo una sonrisa en su
tez alimentaba en mí la idea de que no se trataba de alguien no humano. ¿Pero y
si era una especie de gárgola?, ¿Y si aquella noche los monstruos, normalmente
cabizbajos y recelosos por las esquinas, se habían envalentonado? Y si, Dios
mío, y si los demonios habían preparado aquel festín de carne, que era yo mismo,
y tan solo el cielo iba a ser testigo de mi fustigamiento…
No había un ápice de duda. Había perdido la razón y no iba
ganando la partida.
No obstante decidí seguir caminando. Me encaramé a la
pequeña cuestecilla que giraba a la derecha, convirtiéndose de pronto el
cemento en una angosta calle en forma de ele, repleta de adosados de colores
distintos.
Transité aparcamientos repletos de socavones, baches,
charcos, y nunca perdí la sensación de que alguien o algo me observaba entre
los escombros y las más puntiagudas esquinas. Apreté el paso cuando sentí de verdad que alguien me seguía.
Con el rabillo del ojo pude dilucidar que se trataba de un
hombre, de formas juveniles y ajuar negro azabache. Me giré una vez, y creo que
hasta los calcetines eran oscuros, como los pensamientos desencajados que tornándose
en gotas heladas de sudor, recorrían mi maltrecha espalda.
Seguí calle arriba y la ladera empezó a saludarme. Volví a
girar varias veces hacia mi derecha, dejando atrás persianas a cada lado que se
antojaban inamovibles, como también blancas y sucias.
Llegué por fin a mi apartado favorito. Unas escaleras de
piedra caliza que se apostaban interminables; solo acompañadas por una
barandilla, esta vez de color gris, repintada con alevosía y manoseada a
conciencia. Cuando andaba por el segundo descansillo de aquellas rectas y
traicioneras escaleras, volví a girarme por última vez.
Solo algunos grillos, y el sonido de los aspersores lejanos
parecían dispuestos a hacer de las delicias de mis oídos. Ni rastro de aquel
tenebroso figurante que hasta hacía unos minutos me pisaba los talones.
¿Y si se había acabado todo?, ¿si no tenía sentido ya,
aplicar mis fuerzas, encontrar significados? ¿Acaso iba a acabarse así, tan
sucintamente?
La luna remilgada, reflejó un destello que se tornó en
amarilla visión. Una visión excelsa, que contenía imágenes de playas cálidas y
desiertas que otrora había imaginado, pero que ahora, en aquellas vagas y noctámbulas
calles se tornaban en magnífica revelación.
Presuntamente, alguien se había cargado al mensajero.
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