martes, 30 de mayo de 2017

Muerte de un mensajero





¿Y si se había acabado todo?, ¿si no tenía sentido ya, aplicar mis fuerzas, encontrar significados? ¿Acaso iba a acabarse así, tan sucintamente?, finalmente, ¿alguien se había cargado al mensajero?

Recuerdo estas palabras, concatenadas y apelotonadas, estallando de placer en mi cerebelo. Lo siguiente que pensé fue: ¿acaso la muerte, no es una burócrata más?

Por fin abrí los ojos, incorporándome con gran aflicción. Amarga y taimada sensación de paz, cuando empecé a sentir un cosquilleo en los dedos de la mano derecha. Y es que, si mi cuerpo aún se encontraba dormido, ¿cómo tener la certeza de que lo que era entonces no era más que fétido sueño?

Y si era una ensoñación, si mi encriptada consciencia había perdido el hilo conductual con la materialidad. Y si volvía a ser solo puro pensamiento, desdoblándose, ¿qué más daba?

El dolor seguía ahí, junto con los recuerdos de días pisados y pasados, como manchas en la acera.

El aire recargado se tornaba en mucosidades afiladas, que se clavaban en mi tráquea. Luchaban por salir los esputos, después de horas, tal vez semanas de letargo. La atmósfera estaba visiblemente contaminada, me sorprendí a mí mismo, con las manos en la nuca, y la mirada perdida.

La claridad de la luna se abría paso por entre los cristales, sucios y amplios, duros a la vez que frágiles. La habitación se hallaba totalmente en silencio. Unas runas allí, unos mensajes codificados allá, tal vez imágenes y dibujos, fruto estos últimos de la más oscura pluma. Una sensación tibia, seguida de sonidos lejanos, como de ultratumba, que recordaban al romper de las campanas a media tarde. A esa hora tan inoportuna, cuando los animales salen del cemento para meterse en el cemento, rodeados; como felices y extasiados.

El sofá de color rojo estaba plagado de manchas. Por un segundo me vino a la mente la imagen de aquella femenina espalda, repleta de lunares. Lunares marrones, pensé; manchas negras, como cráteres en el sofá, apuntillé. Y ahora, como si de arenas movedizas se tratase, me hundía, sin ningún tipo de contrapartida, en estas manchas de humedad, en estos pliegues asesinos, que se urdían como objeto; que se concretaban como  -maldita sea-, como una mierda de sofá.

Me levanté, y el tocar de campanario pareció retumbar en mi cabeza; yéndose a la vez que arrastraba de vuelta un eco frío y metálico, casi de color oro. No me había dado cuenta del liviano levitar de las motas de polvo, que golosas, buscaban su propio alunizaje.

“¿Hay alguien ahí?”, dije en voz alta. Pero mi voz se perdió entre las paredes, entre los bustos y los ladrillos rotos, subiendo por las canaletas y bajando hasta el fondo del mar.

Qué jodida pregunta. Qué pedazo de imbécil.

No importaba si el destino volvía a equivocarse. Decidí entonces girar sobre mi propia figura; tal vez en la luz lunar, encontrara un atisbo de abrazo, una especie de sentido vistazo de complicidad. Era tarde.

No porque la madrugada cayera con tesón y lustre. Ni porque el rocío comenzara a laminar los automóviles quietos, igual que las farolas, inmóviles. No así los árboles, que se mecían por el vientecillo nocturno, como tiritando de frío. Sencillamente, era demasiado tarde.

Qué belleza de imagen, cuando logré encuadrar toda la escena, recorriendo con mis pupilas el recargado paisaje, de fondo negro; sin estrellas, sí con luna, creciente, por si todavía importaba.

Qué montaña, qué amargo y bonito accidente. Qué pendientes, recorridas de ancho a largo, de arriba a abajo por aviesos edificios. Una ondulada ladera, capitaneada por una antena gigante, a la que creí escuchar en sueños; que bajaba hacia la derecha, fraguándose en ribazo nuevamente, justo con el suficiente ángulo como para retomar su empeño, tornándose finalmente en sistema montañoso, que se perdía entre el marco de los ventanales que allí sujetaban mi reflejo, totalmente difuminado.

Era hora de volver a casa. Conquistar por última vez aquel acceso a mi lecho, frío y húmedo; cansado de esperarme.

La quietud del satélite provocó en mí un escalofrío. Como un impulso mesiánico, subió por mi garganta un garabato, que se tornó en guirnalda, desplegándose en pensamiento. Un pensamiento doloso e iracundo, que me hablaba de héroes, y me recitaba poemas sobre ninfas y comodoros.

“Hagámoslo con calma”, me dije. O tal vez lo dijera en voz alta. La cuestión es que si algo era diáfano, si algo se había mostrado como axioma, si de algún modo lo conspicuo estuvo en mí, aunque hubiera sido un rato; había sido conceptualizado en esta ardua y solemne frase. ¿Qué no te tomaste con calma, chico?, si ni siquiera supiste ingerir veneno, aun en tus noches más lóbregas, si lo tomaste siempre como un aperitivo; relamiendo tus labios a cada sorbo, observando la copa a cada pequeño trago.

Me encaminé hacia la salida de aquel fastidioso salón. El sonido reverberante de la oscuridad se adhería al largo e interminable pasillo. Solo una luz observable, la de una puerta medio entornada, al final de aquel rectilíneo y cuadriculado túnel, de color mandarina; moteado de rugosidades.

Mis pupilas de loco no daban crédito a aquella estampa. La atmósfera, ya no sabía, si de aquella vivienda, si de aquel continente, había desaparecido frugalmente; o se había apostado definitiva y contundentemente, tomando la forma de las sombras insidiosas que pueblan los recovecos de las calles. Y si era así, si el manto fino de la podredumbre, si el aire recalcitrante que levitaba, había dejado de levitar, para pasar a ser parte de mi yo medible, acaso, si todo eso se había resuelto en hecho constatable, se había trasformado en mi ser: ¿podía hacer algo que no fuera aceptarlo con resignación?

“Ey”. Y la y griega sonó como un destornillador perforando un trozo de metal. “Quién eres”, dije sin más dilación y casi sin energía. “Dónde estoy” inquirí sin demasiadas esperanzas.

El doloroso amarillo que se escondía tras la puerta del fondo del pasillo, fue alargándose, convirtiéndose en figura reflejada en la pared. Todo mientras sonaba el chirriar de una abertura henchida de moho y portazos.

Mentiría si no dijese que vi a alguien repostado bajo el marco de aquel pórtico macabro. Sentí mis dientes rechinando, segregando por un segundo astillas de calcio y nervio, mientras la piel de mis brazos se empezaba a enchinar, y los pelos y los granos y los pies, se ponían duros como estacas y tersos como pollas empalmadas.

El nudo de mi garganta habría servido para colgar al más puritano de los malhechores. Un soplo de aire, esta vez caliente me recorrió la cara, lamiéndome la barba, introduciéndose en mis fosas nasales. Y la puerta se cerró de pronto y para mi sorpresa, al portazo, no lo acompañó ningún terminante estruendo.

Pasé como bien pude, con la espalda pegada a la pared. ¿Por qué me comportaba de aquella manera?, ¿era miedo lo que me apoderaba entonces, era el más terrible de los horrores hacia lo desconocido e inexplicable? Junto con aquellas preguntas, también estaba allí la sangre que a borbotones, se apelotonaba en mis venas, entre mis brazos y por mis piernas. Aun así, no despegué el culo de la pared, ni cuando ya casi estaba dejando atrás aquel inhóspito y desolado pasillo.

Decidí salir de aquella cárcel sin barrotes, sin dilación ni apremio. Unas botellas como vacías y recubiertas de polvo me indicaron la salida, estaban apostadas a cada lado del trayecto, casi señalándome el camino. Reflejándose en cada una de ellas, con sus tonalidades marrones, se distinguían muecas lo suficientemente oscuras para retener un halo de lumbre.

Salí y bajé escopeteado. Más que liviano, descendía de dos en dos los escalones, mientras giraba sobre mí mismo al llegar a los rellanos pertinentes, que estaban hechos de baldosas impías, más transitadas que las estaciones. Recuerdo que la oscuridad me atolondraba cada vez  más, aun así podía degustarme, mirando el color azul metálico de la barandilla interminable.

"¿Otra puerta?", pensé. Y por un momento la situación me recordó a cuando vagabundeo por mi memoria, dejando tras de mí un reguero de huellas que sonoras, preceden a los descubrimientos más insospechados. A los diálogos con mis recuerdos, de los que nunca escapo, pese a que con toda mi energía les intento dar plantón.

Tal vez parte de la remilgada oscuridad se quedó en aquel edificio, que no dejaba de encajarse con aplomo en la manzana, a estas horas transitable. Tal vez y solo tal vez, respiré de nuevo aire sucio, pero fresco.

Me encaminé conmigo mismo, sorteando charcos y maullidos lejanos. Cerré los ojos cuando sentí aquel maldito chirrido a mi espalda. Un silbido agudo y entrecortado estaba siendo disparado desde algún lugar; habiéndome impactado en la solapa de la camisa. Me giré con rapidez y adiviné, justo en el salón donde había estado descansando, allá por el tercer piso, una figura oscura e inquietante. Se apostaba inamovible; tan solo una sonrisa en su tez alimentaba en mí la idea de que no se trataba de alguien no humano. ¿Pero y si era una especie de gárgola?, ¿Y si aquella noche los monstruos, normalmente cabizbajos y recelosos por las esquinas, se habían envalentonado? Y si, Dios mío, y si los demonios habían preparado aquel festín de carne, que era yo mismo, y tan solo el cielo iba a ser testigo de mi fustigamiento…

No había un ápice de duda. Había perdido la razón y no iba ganando la partida.

No obstante decidí seguir caminando. Me encaramé a la pequeña cuestecilla que giraba a la derecha, convirtiéndose de pronto el cemento en una angosta calle en forma de ele, repleta de adosados de colores distintos.

Transité aparcamientos repletos de socavones, baches, charcos, y nunca perdí la sensación de que alguien o algo me observaba entre los escombros y las más puntiagudas esquinas. Apreté el paso cuando sentí  de verdad que alguien me seguía.

Con el rabillo del ojo pude dilucidar que se trataba de un hombre, de formas juveniles y ajuar negro azabache. Me giré una vez, y creo que hasta los calcetines eran oscuros, como los pensamientos desencajados que tornándose en gotas heladas de sudor, recorrían mi maltrecha espalda.

Seguí calle arriba y la ladera empezó a saludarme. Volví a girar varias veces hacia mi derecha, dejando atrás persianas a cada lado que se antojaban inamovibles, como también blancas y sucias.

Llegué por fin a mi apartado favorito. Unas escaleras de piedra caliza que se apostaban interminables; solo acompañadas por una barandilla, esta vez de color gris, repintada con alevosía y manoseada a conciencia. Cuando andaba por el segundo descansillo de aquellas rectas y traicioneras escaleras, volví a girarme por última vez.

Solo algunos grillos, y el sonido de los aspersores lejanos parecían dispuestos a hacer de las delicias de mis oídos. Ni rastro de aquel tenebroso figurante que hasta hacía unos minutos me pisaba los talones.

¿Y si se había acabado todo?, ¿si no tenía sentido ya, aplicar mis fuerzas, encontrar significados? ¿Acaso iba a acabarse así, tan sucintamente?

La luna remilgada, reflejó un destello que se tornó en amarilla visión. Una visión excelsa, que contenía imágenes de playas cálidas y desiertas que otrora había imaginado, pero que ahora, en aquellas vagas y noctámbulas calles se tornaban en magnífica revelación.


Presuntamente, alguien se había cargado al mensajero.

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