Las calles rezuman odio y hastío. Tiempo atrás eran coloridas y llenas de vida, pero hogaño son grises y monótonas, parecen hermanas educadas en la más estricta normativa. Si bien todavía permanecen indelebles las pintadas y las frases perdidas escritas por enamorados y espíritus rebeldes, no encuentran actualmente a nadie que lea sus consignas y sus deseos, pues han perecido en esta disolución de aire oprimente y lluvia constante.
Sigo andando mientras las farolas marcan la ruta, como si no quisieran que mi rumbo descarriara en la oscuridad. Mis pisadas rebotan en las baldosas malheridas por los innumerables pasos que las han humillado, pero que todavía siguen ahí con una tremenda muestra de orgullo. A lo lejos veo el promontorio al cual me dirijo, cuya silueta parece saludarme con su sola presencia entre tanto silencio y sopor.
Una vez en mi destino, las nubes grises bailan desincronizadamente, amenazando con abrir de nuevo las puertas de la fría lluvia hivernal. El aire empieza a dar muestras de su presencia, haciéndome tambalear, como si quisiera marcar un territorio invisible a base de una fuerza sin mesura. Sigo de pie y puedo ver a lo lejos las humaredas provenientes de los arrabales, junto a un olor a podredumbre que penetra en mi como una daga afilada.
Y allí estamos, el promontorio y yo, dudando entre las diferentes formas de dirimir mi contrato con esta existencia vacía y aburrida. Bajo mi mirada y lo observo, encontrando como respuesta una mirada hierática, que no provoca en mi el más mínimo efecto. ¿Cómo me va a responder si no tiene en su interior ni un atisbo de vida, si nunca ha encontrado a nadie que lo tenga en consideración? A excepción claro, de algún maldito filósofo que encontrara en ese lugar la fuente de su inspiración. Pero, ¿de qué sirve filosofar, me pregunto, si la palabra constriñe nuestro pensamiento?
Tras pasar largo rato no haciendo otra cosa que yacer de pie en compañia de mi propio hálito, y observando las siluetas de los edificios que se postraban ante mi, imaginando a las personas que como tristes hormigas reproducían sus quehaceres con la esperanza de cambiar su devenir, me giro y vuelvo sobre mis pasos, ya borrados por el polvo. Otro día será.
Tras pasar largo rato no haciendo otra cosa que yacer de pie en compañia de mi propio hálito, y observando las siluetas de los edificios que se postraban ante mi, imaginando a las personas que como tristes hormigas reproducían sus quehaceres con la esperanza de cambiar su devenir, me giro y vuelvo sobre mis pasos, ya borrados por el polvo. Otro día será.
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