martes, 30 de mayo de 2017

Muerte de un mensajero





¿Y si se había acabado todo?, ¿si no tenía sentido ya, aplicar mis fuerzas, encontrar significados? ¿Acaso iba a acabarse así, tan sucintamente?, finalmente, ¿alguien se había cargado al mensajero?

Recuerdo estas palabras, concatenadas y apelotonadas, estallando de placer en mi cerebelo. Lo siguiente que pensé fue: ¿acaso la muerte, no es una burócrata más?

Por fin abrí los ojos, incorporándome con gran aflicción. Amarga y taimada sensación de paz, cuando empecé a sentir un cosquilleo en los dedos de la mano derecha. Y es que, si mi cuerpo aún se encontraba dormido, ¿cómo tener la certeza de que lo que era entonces no era más que fétido sueño?

Y si era una ensoñación, si mi encriptada consciencia había perdido el hilo conductual con la materialidad. Y si volvía a ser solo puro pensamiento, desdoblándose, ¿qué más daba?

El dolor seguía ahí, junto con los recuerdos de días pisados y pasados, como manchas en la acera.

El aire recargado se tornaba en mucosidades afiladas, que se clavaban en mi tráquea. Luchaban por salir los esputos, después de horas, tal vez semanas de letargo. La atmósfera estaba visiblemente contaminada, me sorprendí a mí mismo, con las manos en la nuca, y la mirada perdida.

La claridad de la luna se abría paso por entre los cristales, sucios y amplios, duros a la vez que frágiles. La habitación se hallaba totalmente en silencio. Unas runas allí, unos mensajes codificados allá, tal vez imágenes y dibujos, fruto estos últimos de la más oscura pluma. Una sensación tibia, seguida de sonidos lejanos, como de ultratumba, que recordaban al romper de las campanas a media tarde. A esa hora tan inoportuna, cuando los animales salen del cemento para meterse en el cemento, rodeados; como felices y extasiados.

El sofá de color rojo estaba plagado de manchas. Por un segundo me vino a la mente la imagen de aquella femenina espalda, repleta de lunares. Lunares marrones, pensé; manchas negras, como cráteres en el sofá, apuntillé. Y ahora, como si de arenas movedizas se tratase, me hundía, sin ningún tipo de contrapartida, en estas manchas de humedad, en estos pliegues asesinos, que se urdían como objeto; que se concretaban como  -maldita sea-, como una mierda de sofá.

Me levanté, y el tocar de campanario pareció retumbar en mi cabeza; yéndose a la vez que arrastraba de vuelta un eco frío y metálico, casi de color oro. No me había dado cuenta del liviano levitar de las motas de polvo, que golosas, buscaban su propio alunizaje.

“¿Hay alguien ahí?”, dije en voz alta. Pero mi voz se perdió entre las paredes, entre los bustos y los ladrillos rotos, subiendo por las canaletas y bajando hasta el fondo del mar.

Qué jodida pregunta. Qué pedazo de imbécil.

No importaba si el destino volvía a equivocarse. Decidí entonces girar sobre mi propia figura; tal vez en la luz lunar, encontrara un atisbo de abrazo, una especie de sentido vistazo de complicidad. Era tarde.

No porque la madrugada cayera con tesón y lustre. Ni porque el rocío comenzara a laminar los automóviles quietos, igual que las farolas, inmóviles. No así los árboles, que se mecían por el vientecillo nocturno, como tiritando de frío. Sencillamente, era demasiado tarde.

Qué belleza de imagen, cuando logré encuadrar toda la escena, recorriendo con mis pupilas el recargado paisaje, de fondo negro; sin estrellas, sí con luna, creciente, por si todavía importaba.

Qué montaña, qué amargo y bonito accidente. Qué pendientes, recorridas de ancho a largo, de arriba a abajo por aviesos edificios. Una ondulada ladera, capitaneada por una antena gigante, a la que creí escuchar en sueños; que bajaba hacia la derecha, fraguándose en ribazo nuevamente, justo con el suficiente ángulo como para retomar su empeño, tornándose finalmente en sistema montañoso, que se perdía entre el marco de los ventanales que allí sujetaban mi reflejo, totalmente difuminado.

Era hora de volver a casa. Conquistar por última vez aquel acceso a mi lecho, frío y húmedo; cansado de esperarme.

La quietud del satélite provocó en mí un escalofrío. Como un impulso mesiánico, subió por mi garganta un garabato, que se tornó en guirnalda, desplegándose en pensamiento. Un pensamiento doloso e iracundo, que me hablaba de héroes, y me recitaba poemas sobre ninfas y comodoros.

“Hagámoslo con calma”, me dije. O tal vez lo dijera en voz alta. La cuestión es que si algo era diáfano, si algo se había mostrado como axioma, si de algún modo lo conspicuo estuvo en mí, aunque hubiera sido un rato; había sido conceptualizado en esta ardua y solemne frase. ¿Qué no te tomaste con calma, chico?, si ni siquiera supiste ingerir veneno, aun en tus noches más lóbregas, si lo tomaste siempre como un aperitivo; relamiendo tus labios a cada sorbo, observando la copa a cada pequeño trago.

Me encaminé hacia la salida de aquel fastidioso salón. El sonido reverberante de la oscuridad se adhería al largo e interminable pasillo. Solo una luz observable, la de una puerta medio entornada, al final de aquel rectilíneo y cuadriculado túnel, de color mandarina; moteado de rugosidades.

Mis pupilas de loco no daban crédito a aquella estampa. La atmósfera, ya no sabía, si de aquella vivienda, si de aquel continente, había desaparecido frugalmente; o se había apostado definitiva y contundentemente, tomando la forma de las sombras insidiosas que pueblan los recovecos de las calles. Y si era así, si el manto fino de la podredumbre, si el aire recalcitrante que levitaba, había dejado de levitar, para pasar a ser parte de mi yo medible, acaso, si todo eso se había resuelto en hecho constatable, se había trasformado en mi ser: ¿podía hacer algo que no fuera aceptarlo con resignación?

“Ey”. Y la y griega sonó como un destornillador perforando un trozo de metal. “Quién eres”, dije sin más dilación y casi sin energía. “Dónde estoy” inquirí sin demasiadas esperanzas.

El doloroso amarillo que se escondía tras la puerta del fondo del pasillo, fue alargándose, convirtiéndose en figura reflejada en la pared. Todo mientras sonaba el chirriar de una abertura henchida de moho y portazos.

Mentiría si no dijese que vi a alguien repostado bajo el marco de aquel pórtico macabro. Sentí mis dientes rechinando, segregando por un segundo astillas de calcio y nervio, mientras la piel de mis brazos se empezaba a enchinar, y los pelos y los granos y los pies, se ponían duros como estacas y tersos como pollas empalmadas.

El nudo de mi garganta habría servido para colgar al más puritano de los malhechores. Un soplo de aire, esta vez caliente me recorrió la cara, lamiéndome la barba, introduciéndose en mis fosas nasales. Y la puerta se cerró de pronto y para mi sorpresa, al portazo, no lo acompañó ningún terminante estruendo.

Pasé como bien pude, con la espalda pegada a la pared. ¿Por qué me comportaba de aquella manera?, ¿era miedo lo que me apoderaba entonces, era el más terrible de los horrores hacia lo desconocido e inexplicable? Junto con aquellas preguntas, también estaba allí la sangre que a borbotones, se apelotonaba en mis venas, entre mis brazos y por mis piernas. Aun así, no despegué el culo de la pared, ni cuando ya casi estaba dejando atrás aquel inhóspito y desolado pasillo.

Decidí salir de aquella cárcel sin barrotes, sin dilación ni apremio. Unas botellas como vacías y recubiertas de polvo me indicaron la salida, estaban apostadas a cada lado del trayecto, casi señalándome el camino. Reflejándose en cada una de ellas, con sus tonalidades marrones, se distinguían muecas lo suficientemente oscuras para retener un halo de lumbre.

Salí y bajé escopeteado. Más que liviano, descendía de dos en dos los escalones, mientras giraba sobre mí mismo al llegar a los rellanos pertinentes, que estaban hechos de baldosas impías, más transitadas que las estaciones. Recuerdo que la oscuridad me atolondraba cada vez  más, aun así podía degustarme, mirando el color azul metálico de la barandilla interminable.

"¿Otra puerta?", pensé. Y por un momento la situación me recordó a cuando vagabundeo por mi memoria, dejando tras de mí un reguero de huellas que sonoras, preceden a los descubrimientos más insospechados. A los diálogos con mis recuerdos, de los que nunca escapo, pese a que con toda mi energía les intento dar plantón.

Tal vez parte de la remilgada oscuridad se quedó en aquel edificio, que no dejaba de encajarse con aplomo en la manzana, a estas horas transitable. Tal vez y solo tal vez, respiré de nuevo aire sucio, pero fresco.

Me encaminé conmigo mismo, sorteando charcos y maullidos lejanos. Cerré los ojos cuando sentí aquel maldito chirrido a mi espalda. Un silbido agudo y entrecortado estaba siendo disparado desde algún lugar; habiéndome impactado en la solapa de la camisa. Me giré con rapidez y adiviné, justo en el salón donde había estado descansando, allá por el tercer piso, una figura oscura e inquietante. Se apostaba inamovible; tan solo una sonrisa en su tez alimentaba en mí la idea de que no se trataba de alguien no humano. ¿Pero y si era una especie de gárgola?, ¿Y si aquella noche los monstruos, normalmente cabizbajos y recelosos por las esquinas, se habían envalentonado? Y si, Dios mío, y si los demonios habían preparado aquel festín de carne, que era yo mismo, y tan solo el cielo iba a ser testigo de mi fustigamiento…

No había un ápice de duda. Había perdido la razón y no iba ganando la partida.

No obstante decidí seguir caminando. Me encaramé a la pequeña cuestecilla que giraba a la derecha, convirtiéndose de pronto el cemento en una angosta calle en forma de ele, repleta de adosados de colores distintos.

Transité aparcamientos repletos de socavones, baches, charcos, y nunca perdí la sensación de que alguien o algo me observaba entre los escombros y las más puntiagudas esquinas. Apreté el paso cuando sentí  de verdad que alguien me seguía.

Con el rabillo del ojo pude dilucidar que se trataba de un hombre, de formas juveniles y ajuar negro azabache. Me giré una vez, y creo que hasta los calcetines eran oscuros, como los pensamientos desencajados que tornándose en gotas heladas de sudor, recorrían mi maltrecha espalda.

Seguí calle arriba y la ladera empezó a saludarme. Volví a girar varias veces hacia mi derecha, dejando atrás persianas a cada lado que se antojaban inamovibles, como también blancas y sucias.

Llegué por fin a mi apartado favorito. Unas escaleras de piedra caliza que se apostaban interminables; solo acompañadas por una barandilla, esta vez de color gris, repintada con alevosía y manoseada a conciencia. Cuando andaba por el segundo descansillo de aquellas rectas y traicioneras escaleras, volví a girarme por última vez.

Solo algunos grillos, y el sonido de los aspersores lejanos parecían dispuestos a hacer de las delicias de mis oídos. Ni rastro de aquel tenebroso figurante que hasta hacía unos minutos me pisaba los talones.

¿Y si se había acabado todo?, ¿si no tenía sentido ya, aplicar mis fuerzas, encontrar significados? ¿Acaso iba a acabarse así, tan sucintamente?

La luna remilgada, reflejó un destello que se tornó en amarilla visión. Una visión excelsa, que contenía imágenes de playas cálidas y desiertas que otrora había imaginado, pero que ahora, en aquellas vagas y noctámbulas calles se tornaban en magnífica revelación.


Presuntamente, alguien se había cargado al mensajero.

jueves, 25 de mayo de 2017

El promontorio



Las calles rezuman odio y hastío. Tiempo atrás eran coloridas y llenas de vida, pero hogaño son grises y monótonas, parecen hermanas educadas en la más estricta normativa. Si bien todavía permanecen indelebles las pintadas y las frases perdidas escritas por enamorados y espíritus rebeldes, no encuentran actualmente a nadie que lea sus consignas y sus deseos, pues han perecido en esta disolución de aire oprimente y lluvia constante. 

Sigo andando mientras las farolas marcan la ruta, como si no quisieran que mi rumbo descarriara en la oscuridad. Mis pisadas rebotan en las baldosas malheridas por los innumerables pasos que las han humillado, pero que todavía siguen ahí con una tremenda muestra de orgullo. A lo lejos veo el promontorio al cual me dirijo, cuya silueta parece saludarme con su sola presencia entre tanto silencio y sopor. 

Una vez en mi destino, las nubes grises bailan desincronizadamente, amenazando con abrir de nuevo las puertas de la fría lluvia hivernal. El aire empieza a dar muestras de su presencia, haciéndome tambalear, como si quisiera marcar un territorio invisible a base de una fuerza sin mesura. Sigo de pie y puedo ver a lo lejos las humaredas provenientes de los arrabales, junto a un olor a podredumbre que penetra en mi como una daga afilada. 

Y allí estamos, el promontorio y yo, dudando entre las diferentes formas de dirimir mi contrato con esta existencia vacía y aburrida. Bajo mi mirada y lo observo, encontrando como respuesta una mirada hierática, que no provoca en mi el más mínimo efecto. ¿Cómo me va a responder si no tiene en su interior ni un atisbo de vida, si nunca ha encontrado a nadie que lo tenga en consideración? A excepción claro, de algún maldito filósofo que encontrara en ese lugar la fuente de su inspiración. Pero, ¿de qué sirve filosofar, me pregunto, si la palabra constriñe nuestro pensamiento?

Tras pasar largo rato no haciendo otra cosa que yacer de pie en compañia de mi propio hálito, y observando las siluetas de los edificios que se postraban ante mi, imaginando a las personas que como tristes hormigas reproducían sus quehaceres con la esperanza de cambiar su devenir, me giro y vuelvo sobre mis pasos, ya borrados por el polvo. Otro día será.

miércoles, 17 de mayo de 2017

Cerveza, tabaco y otras adicciones



Nadie había reservado mesa en el bar aún sabiendo que se llenaba a partir de las 21:00 y que la gente ocupaba las mesas hasta tarde. Eran las nueve y diecisiete minutos y seguíamos apretujados en un banco desgastado que había en el parque periférico del pueblo mientras discutíamos quién debía llamar para reservar y a quién le tocaba conducir. Marcos estaba harto de  alargar aquella estúpida discusión, así que se levantó mientras daba una colleja amistosa a Guille que era quién estaba hablando en ese preciso instante y anunció que ya sacaba él el teléfono para llamar. Se apartó un poco del grupo y estuvo aproximadamente un par de minutos con el móvil en la oreja hasta que dijo “Muy bien. Gracias. Hasta ahora.” y se giró con una expresión triunfante en sus ojos y asintiendo ligeramente con la cabeza: “Tenemos mesa chicos. Pero hay que espabilarse que solo nos la guarda veinte minutos”. Nos levantamos todos al unísono y saqué las llaves del coche del bolsillo del pantalón mientras preguntaba quién iba a bajar conmigo, a lo que Marcos y Juan respondieron que ellos bajaban en moto mientras se ponían rápidamente los cascos. La resta caminamos hacia el otro lado de la calle donde tenia aparcado el coche mientras nos girábamos para despedirnos de los dos motoristas aunque nos íbamos a reencontrar en breves en el bar. Guille se subió en el asiento del copiloto y Javi se sentó detrás junto con Santi, nos abrochamos todos el cinturón y antes de arrancar puse un CD pirata misterioso que creía que era de Mago de Oz pero resultó ser un mix de música maquinera de los 90, del cual no tenía ni idea de donde podía haber salido, pero como todos mis amigos se rieron y Guille detuvo mi mano antes de que lo pudiera extraer de la disquetera lo dejé puesto y salimos rápidamente hacia nuestro destino.

No encontrábamos aparcamiento, pero vi las motos de Juan y Marcos aparcadas justo delante de la entrada al bar, así que los maldije en voz alta para que se me pudiera escuchar por encima de la atronadora música que salía de los altavoces. Como llevábamos las ventanas bajadas, la gente de la calle nos miraba, y cuando alguien se quedaba mucho rato observándonos, sacábamos la mano por la ventana con el pulgar hacia arriba como diciendo “¿todo bien amigo?”. Justo cuando me disponía a dar una segunda vuelta a la manzana encontré un sitio perfecto, bien espaciado y sin ninguno de esos árboles odiosos que te dejan la pintura y los cristales llenos de resina, aparqué sin muchas complicaciones y bajamos todos del coche asegurándome tres veces de que lo cerraba adecuadamente. Caminamos hasta el bar sin intercambiar muchas palabras, supongo que nos estábamos reservando para contarlo todo en una mesa con una buena cantidad de cerveza, saqué un cigarrillo de mi paquete de Lucky Strike y me lo guardé detrás de la oreja mientras comprobaba mis bolsillos en busca de un mechero pero sin intención de encenderlo aún. Una vez dentro del local nos reencontramos con Juan y Marcos que ya estaban sentados en la mesa con un par de cervezas grandes, así que pregunté a la resta que querían tomar y me dirigí a la barra acompañado de guille, ya que él también conocía al dueño y lo quería saludar. Volvimos a la mesa y Javi anunció que Axel le había dicho que ahora bajaba con nosotros, que había estado liado con unas reformas en su casa y que no había podido salir antes. Nos miramos todos aguantándonos la risa hasta que Guille dijo: “Típico de Axel…” y empezamos a reír todos escandalosamente aunque nadie se giró, tal vez ya estaban acostumbrados todos los que frecuentaban el local a nuestro alboroto juvenil que siempre armábamos en el bar. El camarero trajo hábilmente las cervezas de todos llenas hasta arriba en jarras bien grandes de al menos medio litro, me encantaba la cerveza de aquel lugar, siempre era de importación y a muy buen precio. Alzamos todos nuestras jarras y gritamos como vikingos bien fuerte “¡SKÖL!” Palabra que según Guille significaba “salud” o algo parecido en algún idioma escandinavo. Cuando estábamos a punto de terminar la primera de muchas rondas llegó Axel con el casco en una mano y el móvil aguantado en la oreja por la otra mano. Se despidió de su interlocutor y nos saludó efusivamente a todos mientras cogía una silla de la mesa de enfrente que estaba ocupada por un hombre de mediana edad que parecía un motero y que había ido al lavabo, pero decidimos no decir nada para vengarnos de la impuntualidad de Axel. 

El camarero vino a tomar nota de lo que quería nuestro recién llegado amigo, que pidió una coca-cola. Éste se quedó desconcertado, y nosotros nos aguantamos la risa. El hombre se dio cuenta de que no estábamos riendo todos (menos Axel, que en un principio tampoco se dio cuenta de que nos reíamos) y preguntó que qué quería en realidad. Entonces Axel se giró clavándonos la mirada y se volvió hacia el camarero y dijo :”está bien… ¿Todos habéis pedido una Weissbier o como se llame, no? Ponme otra a mi, pero pequeña.” Cuando se fue el camarero volvimos a reír todos mientras que Axel negaba con la cabeza intentando parecer serio aunque también se estaba riendo. “Tíos, ya sabéis que la cerveza no me gusta demasiado… ¡Sois unos cabrones!”, entonces Axel me dio un puñetazo suave en el brazo y yo se lo devolví mientras retiraba el cigarrillo de mi oreja y me lo colocaba en los labios. saqué el mechero y lo encendí. Cuando levanté la vista Guille me pidió uno, y le acerqué el paquete mirando a la resta y preguntando si alguien mas quería uno, Juan también se animó y cogió el paquete después de Guille y me lo devolvió. Le hice una seña al dueño del bar que estaba en la barra para que nos pusiera otra ronda a todos y aproveché para ir al lavabo. Cuando llegué a la puerta apagué el cigarro en el cenicero mas cercano y me di cuenta de que el motero de la mesa de enfrente al que le habíamos robado la silla aún seguía allí dentro. Me estaba meando mucho, así que piqué a la puerta educadamente para darle prisa. Al cabo de unos instantes salió el tipo con cara de pocos amigos y me empujó diciendo “¿Tienes mucha prisa o que?”. Entré sin responder y oriné rápidamente porque quería ver la reacción del hombre aquel tan simpático cuando viese que Axel le había quitado la silla. Al principio no se percató de que la silla que le faltaba la tenía Axel, pero de pronto se dio cuenta y llamó la atención de Axel dando una patada en una de las patas de la silla diciendo de mala manera “Eh capullo, esa silla era mía”, Entonces Axel se levantó riendo y dijo “Era tuya…” Al motero se le encendieron los ojos y cogió a Axel del cuello de la camiseta y lo tiró encima de la mesa derramando las cervezas de Javi y de marcos. Mis ojos no daban crédito de lo que estaba sucediendo, no sabía como actuar, el tiempo se empezó a dilatar y cada segundo parecía eterno hasta que el brazo de aquel hombre se levantó para asestar un golpe con el puño a Axel, sin pensarlo dos veces me lancé hacia el Tipo y le di un puñetazo con todas mis fuerzas, que impactó entre el pómulo y la nariz, se quedó un par de segundos como pensando pero sin girarse todavía hacia a mí, como si no supiera de donde le había venido el golpe, pero finalmente se giró y me asestó tal golpe que me caí al suelo con el labio sangrando. Guille se levantó rápidamente de la silla y Axel se incorporó de la mesa donde lo habían tirado como si tuviese un muelle en la espalda y ambos le cogieron de los brazos antes de que pudiera agacharse para volverme a golpear. 

El dueño, Carlos, salió apresuradamente de la barra con una vara metálica y vino a la mesa donde estaba pasando todo y gritó con toda su voz “¡FUERA HIJO DE PUTA!”. Aquel energúmeno que me había reventado la boca le miró, luego me miró a mi y se soltó de los brazos de mis amigos con un movimiento seco pero manteniendo la postura. Murmuró algo en voz baja, cogió su chupa de cuero negro que había dejado sobre la mesa y se fue dejando un billete de cinco en el suelo, marchándose con aparente impotencia. Carlos me ayudó a levantarme y me llevó a la barra para ponerme hielo. Dejó la vara encima de el fregadero que había debajo de la barra de madera y me miró dejando ir un suspiro. “Joder Miki, vaya líos que te buscas chaval.” Entonces sonrió y yo hice lo mismo mientras el subidón de adrenalina me iba bajando. Le pedí disculpas y tiré el hielo al cubo de la basura, luego me despedí y salí con todos a fuera. Saqué otro pitillo y lo encendí, mientras todos nos mirábamos en completo silencio.  Ya no me sangraba nada, había sido algo superficial, pero me seguía notando como palpitaba el labio a causa de la inflamación. Decidimos despedirnos todos y quedar otro día, ya que aquella noche ya nadie tenia ganas de mas “fiesta”. Los que habían venido en moto montaron y se perdieron calle arriba, a la resta nos quedaba un trecho hasta el coche.

Una vez los había dejado a todos en sus casas volví y aparqué cerca de la puerta del bloque y entré reflexionando sobre lo que había pasado en el bar y sobre si debía sentirme orgulloso o era algo que no se podía repetir. Antes de girar hacia la puerta de mi edificio, me pareció ver en la oscuridad a la chica de la piscina dándole golpes a la puerta de su edificio. Me volví y fui hacia allí. “Hola. ¿No funciona la puerta?” Deduje que el problema era ese, ya que metía y movía enérgicamente las llaves dentro de la cerradura sin que se abriera. Ella me miró con cara desesperada y asintió con la cabeza diciendo “Menuda mierda…” empecé a hablar de lo mal que iban todas las puertas y que a mi también me había pasado hacía pocas semanas, lo cual era totalmente falso y ella me dio la razón. Me comentó que no sabía que hacer, que no tenía como entrar en su casa y que ya era tarde para picar a los vecinos así que yo le ofrecí que viniera a dormir a mi casa, que me sobraba una cama y se podía quedar si quería. Ella sonrió con cara amable. 

sábado, 13 de mayo de 2017

Una noche



Me desperté y no veía más que oscuridad. Moví mi brazo con la intención de tocar algo con qué orientarme, mas mis esfuerzos tardaron en surgir efecto. Finalmente logré palpar el interruptor de la lámpara. Se dio la luz. Allí estaba yo, medio incorporado en una cama deshecha, rodeado de libros y ropa sucia que llevaba acumulándose varios días. Tardé unos segundos en reaccionar, pues había olvidado la razón de mi súbito despertar. Miré la hora en el reloj de mi teléfono, eran las 3 de la mañana.

Había sido ese sonido extraño proveniente del salón. Ese fin de semana me encontraba solo en casa y no podía haber sido nadie ni nada que yo conociera, por lo que me invadió un cierto temor. Así pues, me incliné y me puse de pie al lado de la cama. Estuve unos instantes en silencio por si se repetía el ruido, pero no sucedió nada. Puse la mano en el pomo de la puerta y la abrí.

Frente a mí se hallaba el pasillo oscuro, con puertas abiertas a ambos lados. Enfrente, la habitación de mi madre, nada más salir a mano derecha la de mi hermano, y seguidamente el baño. Mi destino estaba a mano izquierda, en el comedor. Iba descalzo y daba mis pasos intentando hacer el menor ruido por si lo que hubiera en el comedor pudiera oírme. Finalmente llegué a éste. Por la ventana, y filtrada por unas blancas cortinas, entraba la tenue luz de la luna, iluminando la estancia y dejando ver los sofás y la mesa postrada ante ellos. La pantalla del televisor los reflejaba a modo de espejo, y pude verme en una de sus esquinas, tembloroso.

El lugar, a pesar de serme hartamente conocido, me pareció distinto, como si algo hubiese sido modificado. Apreté el interruptor que daba luz al comedor, pero no pasó nada. De repente, algo pareció moverse en dirección a la cocina, en una especie de rápidos pasos. Mi corazón se aceleró y mi respiración se tornó sibilante, pues hasta aquel momento pensaba que todo habían sido temores infundados por mi mente. Sin luz, sin nada con que defenderme, y haciendo acopio de valor, me dirigí al origen del ruido al tiempo que decía: “Hola, ¿hay alguien ahí?”. Mis pasos se concatenaban a medida que mi mente apremiaba a mi corazón a que redujera su ritmo, pero éste hizo caso omiso y prosiguió con su particular in crescendo.

El pasillo que llevaba a la cocina tenia a uno de sus costados unos espejos que te reflejaban siempre que pasabas. Rara vez te mirabas pues la costumbre los había vuelto invisibles. Pero en aquel momento se volvieron una herramienta para intentar descubrir in fraganti a lo que se escondiera en la cocina. La puerta de ésta se encontraba entrecerrada, por lo que mi duda en ese momento era si abrir de golpe o, por el contrario, de forma taimada. La segunda opción parecía la más adecuada. Así pues, puse la mano en el pomo de la puerta y empujé sutilmente, procurando hacer el menor ruido posible.

Cuando la hube abierto, y alumbrada por alguna luz del patio de luces, vi una silueta de lo que parecía ser una mujer, lo cual deduje por su cabellera. Estaba tan asustado que no pude evitar emitir un gemido de terror. De repente, y sin que me diera tiempo a reaccionar, la figura de la mujer se giró y pareció articular algunas palabras que no logré comprender. Seguidamente, pareció esfumarse en la penumbra. De pronto, una luz se vislumbró tras de mí, era la luz del comedor, que pareció despertar de su letargo.

miércoles, 3 de mayo de 2017

Tinieblas





Desnudo ante la nada,
la incertidumbre me inunda el cuerpo.
He dejado de ser,
no existo más que en el vacío de lo infinito.


No hay respuesta a mi ego,
no hay motivo para que mis entrañas sigan
funcionando más que el de 
alargar mi agonía en lo mundano.


Desinteresante, irritante... condescendiente.
No puedo permanecer más aquí.


¿Por qué aún no soy un dios?
¿Acaso este caótico sendero es inevitable?