Apenas
era consciente de mi alrededor, notaba como la plenitud de mi ser iba
fraguándose, encerrándose; envolviéndose en un sueño meloso y cercano cuando,
de pronto, un hecho inesperado suscitó mi atención. Me encontraba solo en la
habitación cuando, súbitamente, mi corazón se apoltronó para con mis venas que,
latiendo a un ritmo exacerbado, trataban de dar sentido a aquella situación.
Estaba resquebrajado en mi cama, enrollado entre gruesas mantas de un color grotesco,
cuyas mejores virtudes eran las de darme un calor distante y pegajoso, cuando
de repente, tuve la necesidad de mirar hacia arriba. Y es que, sobre el
resquicio de la pared, casi llegando al techo, se deslizaba un algo, o un
alguien, que contrarrestaba visiblemente con el tono de las desgastadas paredes
rugosas color blanco; un blanco sucio.
Una
cucaracha, de un tamaño considerable, caminaba patizamba dirigiéndose
directamente hacia la esquina más oscura de mi cuarto. Al principio no supe que
hacer, y no, no por el hecho de no saber si aplastarla con mi zapatilla de
estar por casa, sino porque realmente no-sabía-qué-hacer.
Avanzaba
muy lentamente, su color era vívido, casi se confundía con su propia sombra.
Reptaba sobre la pintura de un modo extraño; ambivalente, cual borracho que,
habiendo ya cerciorado todos los vestigios de la aurora, no tiene más remedio,
no tiene más opción, que volver a casa entre lamentos internos que se ahogan
con el propio alcohol.
Supe en
ese momento que debía matarla, fue en ese preciso instante cuando lo supe,
viendo cómo aquel bicho nauseabundo movía sus antenas de un modo burlesco,
mientras avanzaba sin vida; sin aura, casi arrastrando su propio peso, más el
de miles de crías que seguramente llevaba en aquel fétido vientre cascareo y
crujiente.
No hubo
respuesta. Con súbita indiferencia siguió su camino mientras que yo me hallaba, a la
sombra del flexo. Con un gustacho a tabaco que levitaba, por entre la sinuosa
silueta de la atmósfera de aquel habitáculo, y que se clavaba dentro de mis
cabelleras. Estaba allí erguido; desplantado. Sólo me separaban de ella, o él,
un escritorio que ya nada tenía de mío y unos, varios metros de alto.
Pensé,
-es ahora, saltaré, primero me agazaparé y después saltaré, asestándole un
golpe definitivo, un manotazo duro y así; así la mandaré al infierno-, pero
reflexioné un instante antes de realizarme; -si lo hago, si salto de manera
imprecisa, y aun así la mato, la reviento con mi zapatilla de estar por casa,
quizá caiga sobre mis cabellos, quizá ya estando muerta, se parapete de mí.
Quizá se vengue de mí provocándome la más fría náusea al impactar ya muerta
sobre mi cabeza-.
No.
Disipé aquellos pensamientos absurdos con un gesto de altivez que, venía de la
mano de un impulso secundario que, a su vez y poco a poco, se fue tornando en un haz de
realización cuando mis músculos comenzaron a moverse y mi cuerpo, agazapándose,
fue tomando fuerza sobre sus propias piernas. Tobillos doblados, rodillas
arqueadas, cintura parcialmente girada para realizar un giro de unos treinta
grados e imprimir un salto fugaz; un golpe helado, y el bicho-nauseabundo-que-merece-morir,
perecerá a su destino.
Así
pues, las fuerzas que mis músculos y mis articulaciones conjuntamente habían
desplegado sobre mi propio cuerpo, hicieron que me trastabillara profundamente.
Ya en el aire realicé una cabriola exquisita y, soltando mi arma, mi poderosa
máquina de matar, me vi incapaz de asestar, de acometer tal empresa asesina
cuando observé; dilucidé, que la cucaracha cambiaba su rumbo totalmente.
Había
cambiado su dirección, lentamente, muy lentamente, había girado sobre sí misma,
y volvía por el mismo resquicio, por entre la pared y el techo que se dibujaba
sombriamente sobre mi figura, cual contorno que separa todo-lo-que-es, y lo que
es también pero de una manera incorpórea. Me sentía impotente, ¿acaso ese bicho
era mejor que yo?, no había tiempo para trascendencias filosóficas pues, como
alma que lleva el diablo, me agazapé, saliendo de la habitación, cuya puerta
estaba entornada, con una velocidad de escándalo. Mi sorpresa fue tal, cuando
descubrí tamaña situación inesperada cerniéndose ante mis ojos ataviados y
súbitamente cansados. Sobre el suelo de la cocina, al lado de restos de no sé
qué materia orgánica o no en concreto, reposaba otra cucaracha.
Se
trataba de un bicho de unos colores un tanto verdosos, era alargada y parecía
joven, sus dos antenas se movían con más vigor, al igual que su cuerpo que, al
ver mi figura torpona, ciñéndose por entre el marco de la puerta, se escurrió
por el margen de las baldosas, huyendo en último momento, como cada cosa que he
conocido en la vida; de mis pensamientos casi siempre no honestos.
¿Qué
podía hacer? ¿Debía focalizar mis instintos asesinos en aquella cría de
insecto, o, debía volver sobre mis pasos y acabar con la gorda y torpe
cucaracha que compartía habitación conmigo, y que apenas había avanzado en su
vuelta atrás?
Las
maté. Las maté a las dos, aplasté con mi pie, más bien con mi calcetín sudado y
haraposo aquel segundo bicho, más joven y coloreado; más delgado y veloz. Y
después, con fría calma, volví sobre mis pasos, arremetiendo, canalizando mi
ira, sin pensar; sin simbolizar en mi mente más que un pensamiento abstracto,
de color rojizo como la cucaracha, pero de un tinte oscuro, plagado de
tonalidades negras, que se concretó en el momento en el que aplasté con mi
mano, aquel redondo y crujiente, aquella bolita articulada y pesada que, sin
saber qué pasaba, huía de la luz de una manera pomposa y poco sutil.